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En casa de María tenía su ollita diaria de arroz y menudencias de pollo. Vivían cerca de la Universidad de Santiago, así que andaba por el campus, y también por los campus de la Técnica Metropolitana y de la Central, e hizo amistades entre los estudiantes. María le puso un collar con su teléfono y para que no se preocupara la solían llamar para avisarle cuando estaba con ellos en la universidad o jugando pelota en el Parque Almagro. Empezó a llegar «todo empapado y pasado a lacrimógena» (1), y María supo que iba a las marchas. Cada día rasguñaba la puerta y ella le daba «la bendición al negrito» posando la mano en su cabeza y le acomodaba el pañuelo al cuello –distinguiéndolo como uno de los suyos, sus amigos los estudiantes le ponían pañuelos de vivos colores– para que corriera a unirse a sus camaradas. Desde ese 2011, además de participar de los almuerzos y conversaciones estudiantiles, con sus ladridos contra los policías –los «pacos»– en mil jornadas de lucha, el Negro Matapacos dejó claro de qué lado estaba.
Se puede presentar a un perro como modelo de virtudes sociales –compasión, lealtad, alerta a las amenazas encarnadas en los representantes del poder, etcétera–. Se puede hablar por él en primera persona –pero, la verdad, para eso hay que ser un perro–. Se lo puede fantasear enlace entre uno (la humanidad) y algo más vasto, lo que es loco pero no ofensivo, pues sabido es que los perros siguen a los locos con alegría y lamen de buen grado sus heridas. El perro como avance de un porvenir purificado, sociedad ruda pero no cruel, apasionada pero no turbia, transparente y bárbara, de belleza fresca como el primer día, donde cielo, hombres, estrellas son hermanos de cualquier perro. Donde ni el fuego es ya combustible que mata, ni el agua mercancía que se roba: parafraseando a Chesterton, el agua ha sido lavada por el agua; purificado por el fuego, el fuego. Porque es un instinto natural el saber de la justicia y la igualdad entre los seres, pero en nuestra sociedad esa igualdad está ausente, a su orden y su ley ajeno y contrario es el recto saber canino, y de ese otro mundo futuro, listo para la reconciliación, es heraldo el perro.
«El baile de los que sobran» fue la tremenda banda sonora de la mala vida en los márgenes grises del gobierno de Pinochet durante el cual los Chicago Boys convirtieron a Chile en el laboratorio del neoliberalismo contra el cual aquel año del que estamos hablando –cuando el peludo amigo de María (que murió, muy anciano, en el 2017) empezó a llegar «pasado a lacrimógena»–, con unos reclamos de igualdad entre todos los miembros de la sociedad que en el fondo rebasaban lo meramente educativo para cuestionar las mismas bases del modelo socioeconómico implementado bajo la dictadura, se levantaron los estudiantes chilenos, y con ellos el Negro Matapacos.
Puesta –bajo la ley del mercado– y dispuesta –para que en ella echaran raíces las teorías neoliberales de la universidad de Chicago– así esa sociedad, el papel del Estado –antes intervencionista– fue menguando, y entre los efectos de su mengua estuvieron el fin del viejo sistema de salud y de jubilación, y de la educación gratuita: la privatización educativa iniciada en la década de 1980 fue completada en 1990 con la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza. Si bien este octubre chileno lo desató el gobierno de Piñera al subir el pasaje del metro, las materias explosivas acumuladas por la crisis social de los últimos treinta años –que también han sido, no olvidemos esto, años de lucha– están detrás, como el ruidoso fracaso de unas clases dominantes que no han logrado imponer su fe y su credo político ni marcar a la población la pauta de lectura de los conflictos que tensan el tejido social y de las luchas que «perturban» el «orden», rotundo fracaso de un poder cuya falta de autoridad queda a los ojos del mundo hoy obscenamente desnuda en sus toques de queda y su estado de sitio. Eso que está detrás del octubre chileno no lo olvidan quienes protestan, y por eso las canciones de Víctor Jara hoy suenan en las calles. Por eso llenan las calles la rabia y la tristeza, la angustia polvorienta y cotidiana, la sordidez del miedo, pero también la bárbara energía de tanta dignidad –nunca del todo perdida, pero, una vez más, recuperada–, la fatal belleza de salir a patear piedras y bailar el baile de los que sobran. Nadie nos va a echar de más. Nadie nos quiso ayudar de verdad. Por eso detrás del viralizado video en el que un grupo de estudiantes secundarios entra corriendo sin pagar a una estación de metro, y de las repeticiones de su desobediencia inicial en otras estaciones por más estudiantes, y de los muchos trabajadores que se fueron sumando, y de todas las personas juntas y enfurecidas que, sin haberlo previsto, pero inevitablemente, se han reencontrado este octubre, resuenan vivos y fuertes los ejemplares ladridos del Negrito Matapacos.
Notas
(1) Carlos Martínez: «La otra vida del negro matapacos», en The Clinic, 6 de noviembre, 2012. En línea: https://www.theclinic.cl/2012/11/06/la-otra-vida-del-negro-matapacos/