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En los últimos años, en el caso de Paraguay, casi todos los resultados del quehacer artístico han desembocado en una dicotomía: ¿producto o servicio? Dicotomía puesta en debate y a merced de ideologías distintas que repercuten en diferentes maneras de concebir ese quehacer que, a pesar de todo, sigue considerándose no rentable. La responsabilidad del órgano rector de políticas culturales que brilla por su ausencia en cada uno de los procesos todavía no ha preparado el terreno para que el hacedor cultural o artístico desarrolle su potencial y, mínimamente, nutra una agenda destinada al deleite de una población que paga impuestos y contribuya con el posicionamiento del país en el concierto de las naciones para que el caso Lamborghini en Paraguay, solo por dar un ejemplo de los tantos posibles, sea rápidamente olvidable.
Considerar al arte servicio no garantiza ingresos relevantes en la producción artística, cualquiera sea su naturaleza (teatro, literatura, artes visuales, etc.), venidos de donaciones del sector privado. A la luz de ello, y de la «reprogramación presupuestaria» para el 2020 que implica un considerable recorte a la Secretaría Nacional de Cultura, aún los sectores culturales no hemos caído en cuenta de que protestar cuando las papas ya están quemadas desde hace mucho tiempo es innecesario. Primero, porque el presupuesto que recibe el mencionado órgano rector siempre ha sido escaso –excepto el presupuesto destinado a los festejos del Bicentenario–, lo que evidencia que el Estado no tiene interés en fomentar una dimensión cultural creativa y pluralista para el país. Segundo, porque al ir a la plaza a manifestarnos no hacemos más que reclamar las migajas que ahora serán menos y que se reparten sin que los criterios de selección de proyectos estén transparentados. La pregunta que nos hacemos ahora es: ¿dónde hemos estado antes?
Algunos sectores se han venido manifestando en los últimos diez años, insuficientemente, por la transparencia en la selección y gestión de proyectos a los que se adjudican los fondos públicos. Pero la cosa no ha terminado, pues, con el paso de los años, los presupuestos del Ejecutivo para la cultura han seguido disminuyendo igual. Tras el anuncio del bendito recorte, el martes de la semana pasada se reunieron con el secretario de cultura representantes de sectores que, es probable, avizoran un riesgo más personal que colectivo. A pesar de ello, la asamblea pública convocada para el día siguiente (miércoles) me suscitó sentimientos encontrados que me remiten al párrafo anterior. La pregunta sigue siendo la misma: ¿dónde hemos estado?
El rol «benefactor» del Estado para con la cultura ha sido selectivo. De hecho, en términos de «disciplinas artísticas» –comillas adrede, pues la expresión es anacrónica ante la multidisciplinariedad y transversalidad de los procesos artísticos que hoy se mancomunan en propuestas contemporáneas– sigue habiendo preferencias benéficas por áreas del espectáculo vivo: música, danza y teatro. Literatura, artes visuales, bien gracias. Los diferentes sectores, antes, durante y después de todo este rollo han venido trabajando siempre de manera aislada. Cada sector sigue siendo una isla rodeada de un vasto océano de egoísmos, intereses e incertidumbres. El gobierno, sin saber qué hacer porque el modelo canónico de cultura sigue rigiendo, incapaz de integrar a todos los sectores, permite la implementación de las industrias creativas como discurso de las políticas públicas, lo cual equivale a suponer que el arte es un producto capaz de rentabilizarse con su sola presencia y que puede hablar en el lenguaje del sector privado para «venderse mejor». En ese marco, la Secretaría Nacional de Cultura todavía es un actor secundario, a la sombra del Ministerio de Industria y Comercio que se ha empoderado con esta propuesta para deslindar compromisos a secretarías ejecutivas insignificantes como la de Cultura. El lado negativo es que todos los esfuerzos del Estado se concentran en un ministerio que tiene a su cargo la industria y el comercio, donde la cultura entra como una mercancía más y esa cosificación que concibe el arte o la cultura como producto denota una mirada superficial e incompleta.
Premiar la ineficiencia
Pasemos a otro tema: los escasos resultados de la gestión cultural del Estado. Los vergonzosos casos que atañen a la Secretaría Nacional de Cultura no contaron, salvo excepciones, con la denuncia de sectores culturales. Esto no hizo más que evidenciar sus aislamientos, su poca integración por la causa y su tímida reacción. Cito algunos casos:
La reacción mediata de la Secretaría Nacional de Cultura en el caso Quyquyhó ante la amenaza de violación al patrimonio mediante el asfaltado del casco histórico. Sus negativas a reaccionar llevaron a un sector cultural a solicitar protección del patrimonio al Legislativo, siendo esto competencia de dicha secretaría. El resultado: la casa de una prestigiosa intelectual (que denunciara anteriormente el caso) dañada por una punta de patoteros que defienden el «progreso». Luego tenemos el «dictamen técnico» firmado por el secretario de Cultura que autorizó la depredación del Jardín Botánico, zona arqueológica inexplorada –Solar de Artigas– y pasible de ser afectada por los trabajos del Ministerio de Obras Públicas. Asimismo, el intento de censura mediante actos patoteros en plena función de una obra de teatro para niños que un grupo fundamentalista nacionalista presumió que era una «ofensa a la figura de López», ante lo cual la Secretaría Nacional de Cultura no se pronunció, lo que demuestra su afinidad con el fanatismo nacionalista que demarca la línea ideológica del Ejecutivo.
¡Vamos! Que alentar con un buen presupuesto una «gestión» como esa sería como dar «gillette al mono». Si la Secretaría Nacional de Cultura prefiere continuar impulsando la exclusión y seguir aferrada al poder formal y fáctico de un nacionalismo trasnochado, la disminución del presupuesto es, más que oportuna, merecida. Al menos limitaría el alcance de los daños que aún puede llegar a producir.
jj.detorrespy@live.com