Watergate y el periodismo de investigación

«Cinco hombres, uno de los cuales dice ser un exempleado de la CIA, fueron detenidos ayer sábado a las 2:30 am cuando buscaban llevar a cabo lo que las autoridades han descrito como un plan para espiar las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata». Pocos repararon en esta nota publicada el 18 de junio de 1972 en el Washington Post, pero cayó como una bomba en el despacho del presidente Richard Nixon, que sabía demasiado sobre el asunto.

Katharine Graham, Carl Bernstein, Bob Woodward, Howard Simons y Ben Bradlee. Oficinas del Washington Post, 1975.
Katharine Graham, Carl Bernstein, Bob Woodward, Howard Simons y Ben Bradlee. Oficinas del Washington Post, 1975.Archivo, ABC Color

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A Robert «Bob» Upshur Woodward, periodista de investigación cuya carrera empezó en el modesto departamento de Asuntos Municipales del Washington Post, como correspondía a un aprendiz, lo que parecía ser solo otra soporífera cobertura de las sesiones del Juzgado Municipal de faltas terminó consagrándolo a la fama.

Cinco hombres habían sido aprehendidos cuando trataban de entrar ilegalmente en la sede central del Comité Nacional Demócrata, sita en el complejo de oficinas y apartamentos del hotel Watergate de Washington, un moderno edificio con vistas al río Potomac conocido simplemente como el Watergate.

A la pregunta del secretario del Juzgado sobre su profesión, uno de los arrestados respondió de manera enigmática: «Anticomunista». Revisadas sus pertenencias, se encontraron entre ellas billetes de alta denominación. Además, vestían ropa cara y zapatos de marca, de modo que la acusación de ladrones comunes no parecía verosímil.

Woodward, republicano, conservador, no sospechaba que pudiera tratarse de una cuestión de espionaje político. Consideraba que el presidente, Nixon, gozaba de mucha popularidad y que llevaba adelante una política aceptada por consenso general, excepto entre los estudiantes en edad de combatir en la guerra de Vietnam, a la que había prometido dar conclusión. Su rival, el candidato demócrata, Mc Govern, era demasiado radical y no despegaba en las encuestas.

Sin embargo, uno de los aprehendidos resultó ser nada menos que James McCord Jr, el jefe de seguridad del comité de la campaña para la reelección del presidente Nixon. Los demás eran veteranos de la invasión de la Bahía de los Cochinos, es decir, conservadores de derecha en plena Guerra Fría. Ahí se entendió la expresión: «Anticomunistas».

Los aprehendidos fueron después apodados «plomeros» por las herramientas que llevaban, incluyendo objetos para forzar cerraduras, billetes de 100 dólares en series secuenciadas y un receptor de onda corta que podía interceptar las llamadas de la policía.

El jefe de Redacción del Washington Post, Ben Bradlee, se hizo cargo de la investigación inmediatamente y, desconfiando del novato Woodword, lo obligó a trabajar en conjunto con el más experimentado Carl Bernstein, que tenía contactos valiosos en la policía y en la comunidad, aunque su sistema de trabajo no era muy disciplinado. La Casa Blanca tomó distancia de los «plomeros» y nadie sospechó que el presidente estuviera involucrado, sobre todo después de su aplastante triunfo sobre su contrincante en noviembre.

La historia parecía agotada y las pistas no llevaban a nada. Algunos de los «plomeros» se sintieron ignorados por sus jefes y comenzaron a dar información valiosa pero sin sustento, lo cual conspiraba contra su publicación.

Ya en los tramos finales del caso, una enigmática figura contactó con Woodword. Le prometió darle información, pero bajo sus condiciones: nada de grabaciones ni linternas. Se reunirían en estacionamientos remotos y por breves espacios de tiempo. Estaba prohibido dar pistas sobre su identidad.

Por la popularidad masiva en aquellos días de cierta película porno, decidieron referirse a la fuente confidencial como «Garganta Profunda».

Bradlee quiso saber quién era; Woodword se negó terminantemente, aduciendo el principio de ética periodística de proteger a la fuente.

Los mensajes de Garganta Profunda eran crípticos pero reveladores; por ejemplo, en una ocasión indicó a Woodword «que siguiera la pista del dinero». Se refería a las fuentes del dinero donado por empresas e individuos para la campaña de Nixon.

Este indicio fue decisivo para comenzar a descubrir cada vez más figuras de alto rango en el Gobierno involucradas en la conspiración, incluyendo al fiscal general, John Mitchell, que también supervisaba el FBI.

Cuando personajes del Gabinete empezaron a aparecer involucrados, el Senado abrió una investigación como parte del sistema constitucional de control del Poder Ejecutivo.

Se creó una comisión a cargo del senador sureño Sam Ervin, demócrata pero conservador, afín ideológicamente a Nixon.

La comisión comenzó a citar a personas del entorno de Nixon y a tomar declaraciones bajo pena de perjurio en caso de brindar deliberadamente datos erróneos.

Uno de esos altos funcionarios declaró que Nixon tenía un sistema de grabación de las conversaciones telefónicas de toda la Casa Blanca. A partir de ahí, la disputa giró en torno a la entrega de las cintas. El juez John Sirica comenzó a imputar a los afectados para obtener información. Se nombró un fiscal especial, Archibald Cox.

Nixon, acorralado, ordenó la expulsión de Cox, del ministro de Justicia, Elliot Richardson, y del viceministro. Fueron todos expulsados en lo que se denominó «la masacre del sábado por la noche». El nuevo fiscal especial, Leon Jaworski, siguió la tarea y el caso de las cintas llegó a la Corte Suprema de Justicia, que ordenó por unanimidad a Nixon entregarlas al Congreso, con lo que Nixon no tuvo más salida que renunciar el 8 de agosto de 1974, dos años y dos meses después de la aparición de los «plomeros» en el edificio Watergate.

El Washington Post, gracias a esta investigación, adquirió una estatura periodística igual a la del centenario New York Times. La propietaria del Washington Post, Katharine Graham, arriesgó sus bienes al enfrentarse al presidente Nixon en momentos en que decidió cotizar en la bolsa de valores de Nueva York, lo que pudo haber ocasionado su ruina.

Woodward y Bernstein pudieron ser propuestos al Pulitzer, pero Bradlee decidió candidatar a todo el diario, que recibió la merecida distinción.

Watergate se convirtió en una parábola: dos humildes reporteros armados con la verdad y el sufrido trabajo de investigación enfrentando a quien presidía la mayor potencia económica y militar de su tiempo.

La Constitución de Estados Unidos, que en su primera enmienda prohíbe toda limitación a la libertad de expresión, salió airosa del desafío.

La institucionalidad funcionó a la perfección, espoleada por artículos periodísticos. Ante la evidencia de corrupción y fraude en el Ejecutivo, intervino el Poder Legislativo. Y el Poder Judicial cumplió su papel: dar la última palabra sobre cómo actuar ante tal transgresión.

Pasaron los años y Watergate siguió en el imaginario colectivo, a tal punto que cada nuevo escándalo lleva consigo la palabra «Gate». Un corolario inesperado llegó en junio de 2005, cuando el otrora alto funcionario del FBI William Mark Felt declaró a la prensa que él era Garganta Profunda. Estaba ya anciano y en dificultades económicas y resultó paradójico que quienes se habían beneficiado de su información, como Woodward y el Washington Post, percibieran inmensas ganancias mientras él sufría estrecheces.

Woodword siguió en el Washington Post y publicó varios libros, el último sobre el sistema imperante en la Casa Blanca del presidente Donald Trump. Frecuentemente invitado a dar conferencias, es considerado un prócer de la libertad de expresión.

beagbosio@gmail.com

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