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Dentro de la cultura popular japonesa, la representación de la sexualidad floreció ya durante el período Edo. Fue el gran momento del esplendor de los shunga, los rollos ilustrados con historias que cabe llamar «porno», y del auge de géneros literarios como el shokushu gokan («violación con tentáculos»), erotismo pulposo y no culposo cultivado por artistas como Utagawa Kuniyoshi, cuya serie sobre la princesa Tamatori ultrajada por bestias marinas es justamente célebre, o como Hokusai, cuyas estampas eróticas no pueden ser contempladas con indiferencia ni por un molusco.
Al periodo Edo lo siguió el Meiji, el de la política de puertas abiertas, obligado a mantener relaciones comerciales con el exterior después del fin del shogunato de los Tokugawa. Fue un gran escritor apátrida –griego como su madre, nacido en la isla de Léucade, en el mar Jonio; irlandés como su padre y malcriado en Dublín; japonés como su esposa–, Lafcadio Hearn –que adoptó el nombre de Yakumo Koizumi– quien nos regaló quizá los mejores retratos de aquel país que decía adiós al pasado feudal mientras entraba en un capitalismo de grandes finanzas e industria pesada, y en el cual una nueva generación de intelectuales y artistas se contaminaba vigorosamente con la cultura extranjera.
Al periodo Meiji lo siguió el Taisho, en 1912. Duró catorce años y fue sucedido por el Showa, que duró sesenta y tres. Fueron dos épocas marcadas, respectivamente, por la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Y en la era Taisho, un movimiento artístico parangonable a los del periodo Edo en imaginación y libertad conoció su esplendor: el ero-guro-nansensu.
En el nombre ero-guro-nansensu –que es un término wasei-eigo, es decir, una adaptación a la fonética japonesa de palabras extranjeras; en este caso, erotic (de ahí «ero»), grotesque (de ahí «guro») y nonsense (de ahí «nansensu»)– hay tres elementos. Lo erótico, ero, donde caben todos los fetichismos, los travestismos, los juegos, las promiscuidades, las parafilias: todas, en suma, las hentai seiyoku («desviaciones»). Lo grotesco, guro, que no es lo que llamamos hoy gore sino que lo incluye, con todo lo relativo a la deformidad física y a lo sanguinario, pero que, además de lo grotesco físico, es también la enfermedad mental, el desorden de la emoción y los instintos, los trastornos del espíritu. Y, finalmente, lo absurdo, nansensu, es el nonsense, el sinsentido, pero también lo ridículo, y también lo sobrenatural.
Estos tres elementos no están meramente sumados en arbitrario montón, sino íntimamente conectados. Cada uno de los tres opera una perversión de los valores convencionales. Con el ero, la celebración del erotismo perverso y polimorfo desafía los criterios morales en el terreno de la sexualidad. Con el guro, la elevación de lo grotesco a categoría estética no solo traiciona los códigos de belleza tradicionales sino hasta el simple buen gusto. Con el nansensu, la valoración artística del disparate se rebela contra las certidumbres lógicas, éticas, epistemológicas y de toda índole.
En el Japón de aquel todavía joven siglo XX, el ero-guro-nansensu fue el campo de batalla artístico por excelencia donde se libró la lucha entre los valores tradicionales y nacionales y la joven cultura moderna y abierta a la influencia extranjera, favorecida esta por el desarrollo capitalista, que impulsaba la expansión de un mercado de nuevas publicaciones –en las que comenzaban a aparecer imágenes de mujeres sexualmente libres y de personas no heterosexuales– y desoía la normativa moral que cada vez con más fuerza sería impuesta por las autoridades.
Arte depravado y libérrimo de la perversión y de lo insólito, el ero-guro-nansensu floreció a sus anchas en esa atmósfera a un tiempo desesperada y alegre, nihilista y vital, tan propia de los tiempos de entreguerras, y al amparo de su popularidad nacieron nuevas revistas –como, en 1926, la memorable Hentai Shiryô («material degenerado»)– y se imprimieron colecciones de relatos –como Kindai hanzai kagaku zenshû («antología de la moderna ciencia criminal»), publicada entre 1929 y 1930– llenas de historias de relaciones doseiai (homosexuales) y otros temas fuketsu («impuros»).
Aprovechando los cambios sociales introducidos por los nuevos medios de comunicación y la cultura de masas, el ero-guro-nansensu sacudió los cimientos del mundo artístico con una oscura modernidad de fetiches desviados y deseos prohibidos. Hasta que a mediados de la década de 1930, en el clima cada vez más gris del militarismo, la censura, el nacionalismo y la invasión de China, la tensión entre la variedad proteica y desenfrenada del eroguro y los ideales nacionalistas de uniformidad cultural promovidos por las fuerzas políticas autoritarias se volvió insostenible. De hecho, si los editores de eroguro lograron publicar tales obras durante un cierto tiempo quizá fue en parte gracias al amor por lo crudo y lo chocante y la vocación trágica y caricaturesca del ero-guro-nansensu, que impedía que se las tomara por idealizaciones o, peor aún, por apologías de lo representado.
Así, el relato de 1929 «La oruga», sobre un veterano de guerra que ha perdido los brazos y las piernas, obra de Edogawa Rampo –transcripción fonética al japonés del nombre de Edgar Allan Poe, y seudónimo de Hirai Taro–, fue volviéndose inconveniente conforme el nacionalismo se iba imponiendo. Para publicarlo en la serie de cuentos Akumu («pesadillas»), los editores de la revista Shinseinen eliminaron los pasajes más negros. Pero una vez comenzada la guerra sino-japonesa en 1937, la censura del gobierno impidió a Rampo incluirlo en otra antología, y en 1939 su reedición fue oficialmente prohibida.
El eroguro tiene hoy potentes cultores. Pero si pensamos en los días de su aparición, su auge y su caída traducen profundos cambios sociales en una historia que desde la era Meiji hasta el militarismo de la era Showa aparece retrospectivamente movida por una dialéctica fatal. De un lado, apertura al exterior y eclosión de la diversidad en el interior; del otro, una reacción opuesta que crece paralelamente hasta desembocar en el uniforme de las identidades impuestas y del nacionalismo, como si la tesis hubiera contenido desde el principio la envenenada simiente de su propia antítesis trágica. El arte sabe dar cuenta de estos procesos, con los cuales se imbrica, e indicar –con las salvedades y diferencias de rigor– los elementos en juego en ellos. No dejaría de ser útil señalar aquí algunos, pero, cuando es evidente, resulta un error de estilo exponer la moraleja.
Atrás quedaron la década vertiginosa de 1920 y su prolongación en los primeros años de la siguiente, atrás las experimentaciones artísticas, culturales, de estilos de vida, atrás esas noches en las que el ritmo planetario del jazz sacudía a los moga-mobo («modan garu-modan boi», de modern girl-modern boy), atrás esos bares y calles cuyas vidas bulliciosas, en la obra de mangakas como Saseo Ono –cronista gráfico del Tokio nocturno de comienzos de los años treinta– o Hisara Tanaka, quedaron retratadas para la posteridad.