Nosotros, los apátridas

¿Tienen miedo de nombrar al verdadero enemigo, que está en su país? Dejen de disfrazarlo con gentilicios: lo que se llama «izquierda nacionalista» solo es una izquierda demasiado cobarde para ser realmente izquierda, sostiene Montserrat Álvarez en este artículo.

La capitana Carola Rackete (Preetz, Alemania, 1988), que fue arrestada tras amarrar en el puerto de Lampedusa con más de cuarenta refugiados a bordo del Sea Watch 3.
La capitana Carola Rackete (Preetz, Alemania, 1988), que fue arrestada tras amarrar en el puerto de Lampedusa con más de cuarenta refugiados a bordo del Sea Watch 3.Archivo, ABC Color

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Hay una historia que desde la Antigüedad no ha dejado de contarse de una ciudad a otra, de un puerto a otro, de una taberna a otra, una historia mucho más importante y más hermosa que la de las fronteras nacionales que encogen la gran comunidad humana a organizaciones políticas vinculadas jurídicamente a «ciudadanías», una historia que no limita porque crece, que no congela porque muta, que no uniforma porque ama los infinitos rostros del mundo, que no habita cementerios ni hurrea a «grandes héroes» ni «épicos» ni «cívicos» porque es la de muchos, la de cualquier viajero que un día parte a descubrir lo nuevo. Es la historia de cuanto merece el nombre de «civilización», que es nombre de aventura. Y en esta historia de viajes –tanto mentales como físicos–, un largo capítulo lo escriben quienes se hacen a la mar. Puerta y puente fue por milenios uno de estos mares, el Mediterráneo. Que, escribió Fernand Braudel, es «mil cosas a la vez. No un paisaje, sino innumerables paisajes. No un mar, sino una serie de mares. No una civilización, sino civilizaciones amontonadas unas sobre otras». Eso fue el Mediterráneo, hoy en manos de unos pocos privilegiados y multinacionales, y convertido, para el resto, en mare tenebrarum que engulle vidas.

«Primero los italianos!», «¡Te gustan las pijas negras!», «¡Ojalá te violen!», le gritaban los nacionalistas desde el muelle a la capitana Carola Rackete mientras desembarcaba, detenida por la policía porque había atracado en el puerto de Lampedusa, con cuarenta migrantes, sin autorización. Aunque no contenga términos procaces, «¡Primero los italianos!» es el más obsceno de todos esos gritos. El que expresa el motivo del odio de los nacionalistas contra la joven capitana: que, en vez de considerar unas vidas más valiosas que otras, haya violado las «sagradas fronteras de la patria soberana» que separan a los nativos de los forasteros para, desobedeciendo los decretos antimigratorios del gobierno italiano, llevar a puerto a esos «extranjeros» rescatados de la muerte en el Mediterráneo y que –fugitivos de un país en guerra– no tenían a dónde ir. La odian por la postura que con esa decisión –atracar en el puerto de Lampedusa– ha tomado en un enfrentamiento que atraviesa toda la Modernidad. Enfrentamiento entre las declaraciones universales de derechos y la «nación soberana» con sus «sagradas fronteras». Entre valores espurios fundados en ciudadanías y soberanías excluyentes y valores inclusivos y realmente revolucionarios que pasaron a formar parte de la historia de los vencidos. Entre la patria y la humanidad.

Que la burguesía ha cumplido un papel progresista lo dijo Marx y es claro en la Revolución de 1789 y en la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano, impensable bajo el Antiguo Régimen. El nuevo sujeto político pudo ser reconocido como igual en derechos a sus conciudadanos ante el Estado moderno, e ideas como «patria» y «nación» ayudaron a superar las antiguas divisiones estamentales al interior de ese Estado. Pero, como también dijo Marx, la sociedad surgida de las ruinas del feudalismo sustituyó las viejas condiciones de opresión por otras nuevas.

Bajo esas nuevas condiciones asistimos a la aparición recurrente de hijos deformes de una ambigüedad inscrita en ese título de 1789: Déclaration des droits de l’homme et du citoyen. Ambigüedad (¿derechos del hombre, o del ciudadano?) que plantea que, si son derechos del «ciudadano», forman parte de un espacio jurídico limitado por fronteras que separan a los de afuera de los de adentro; pero entonces no son derechos del «hombre». En el sistema del Estado-nación, en el moderno mundo nacional, el ser humano se reduce al ciudadano, parte de un orden en el que lo humano como tal no cabe. Orden en el cual, inversamente, quien no cabe no tiene ciudadanía. Hay dos humanidades: sujetos políticos y posibles enemigos ante los cuales el Estado defiende los intereses de los primeros, de «sus» ciudadanos (en realidad, defiende los intereses de la clase dominante, pero ese es tema de otros –de varios ya– artículos). Los derechos dejan de ser inalienables, pues las personas pueden ser despojadas de ciudadanía por el Estado. Lo hizo el Estado francés en 1915 con ciudadanos «de origen enemigo», el belga en 1922 con los que habían cometido «actos antinacionales», el italiano con los «indignos de la ciudadanía italiana» en 1926, y de diversas formas los estados dividen actualmente a las personas en ciudadanos de primera y de segunda. Creo que dos elementos esenciales del Estado-nación son la potestad de despojar de ciudadanía y los «enemigos» que permiten legitimar, sobre todo jurídicamente, esa potestad. Y que el nacionalismo –arma ideológica del orden nacional que pone una «comunidad de intereses» por encima de las contradicciones de clase– permite crear enemigos. No solo externos –aunque esa sea su función más obvia–, pues oculta la diversidad real de los nativos imponiendo uniformes («cultura nacional», «identidad», etcétera), y, al identificar la nación con un grupo cultural determinado, abre la posibilidad permanente de convertir a los otros en enemigos internos. El nacionalismo ha sido el derrumbe moral, la traición histórica que rebajó lo mejor de los ideales revolucionarios –y no hablo ya solamente, ni principalmente, de 1789– a la estatura enana del Estado-nación y del capitalismo.

Todo esto se resume en la escena que vimos hace unas semanas: los nacionalistas, desde el muelle, insultando a gritos a la joven capitana.

Feos son los gritos nacionalistas. Desde el paradójicamente universal «¡Viva la patria!» a los locales «¡Viva el Mariscal!» y «¡Viva Francia!» pasando por «¡Primero los italianos!». Acusados de favorecer la inmigración ilegal, la capitana Pia Klemp y quince miembros de su tripulación están bajo investigación desde el 2017. Podrían pedir contra ellos veinte años de cárcel. Han salvado miles de vidas. Como Miguel Roldán, detenido el año pasado con ocho compañeros. O Pietro Marrone y Luca Casarini, del barco Mare Jonio. Y muchos más. El arresto de Carola Rackete ha dado a conocer la labor de quienes pueden ir a la cárcel por salvar vidas en un mundo envenenado por el nacionalismo. Interrogado por la prensa sobre este arresto, Salvini, ministro italiano del Interior, hace declaraciones a tono con los gritos nacionalistas, como: «estamos orgullosos de defender a nuestro país». Etcétera, etcétera.

Los «enemigos» de la nación, desnudos del traje de «ciudadanos», serían los sujetos por antonomasia de los derechos humanos si tales derechos fueran humanos. Pero aparecen despojados de derechos, y revelan así lo falaz de la igualdad que legitimó el moderno orden del Estado-nación desde su origen y lo inhumano –lo antihumano– del nacionalismo. Estamos hartos de esa innoble ideología burguesa, de esa farsa estúpida, vil y obsoleta. ¿Tienen miedo de nombrar al verdadero enemigo, que está también muy cerca, en su país? Dejen de disfrazarlo con gentilicios –no nos pinten el nacionalismo de rojo, como el propio Lenin (pese a todos los errores que cometió en esta materia) le dijo a Zinoviev ya en 1920: lo que se llama «izquierda nacionalista» solo es una izquierda demasiado cobarde para ser realmente izquierda–. No queremos hurrear próceres patrios ni ídolos autoritarios de ningún tipo; queremos escuchar lo que Carola Rackete y otras personas como ella tienen para decirnos ahora, aquí y en todo el mundo. «Primero los italianos» es el más miserable de los gritos nacionalistas lanzados desde aquel muelle porque entre la patria y la humanidad «defiende lo propio» y condena a muerte a otros. ¿Qué esperaban de nuestra capitana, que devolviera a un país en guerra a sus semejantes, que los arrojara al mar? Los gritos de «patriotas» son gritos de asesinos.

Aristipo, relata Jenofonte, le dijo una vez a Sócrates: «No me reduzco a nación alguna. Soy extranjero en todas». ¿Por qué el filósofo se reivindicó apátrida? Porque sin nacionalidades, ciudadanías, adscripciones a tal o cual comunidad, la posición del ser humano en cuanto tal, desnudo ante el poder, plantea el desafío político fundamental. Era de Cirene, en la actual Libia, donde la muerte hoy es rutina y de donde miles tienen que huir cada día. Como los libios que nuestra capitana rescato del mar. Los nacionalistas suelen justificar su propia bajeza imaginando a los migrantes como inferiores, incluso culturalmente. No creo que muchos nacionalistas italianos sepan lo mucho que su «cultura nacional» le debe a libios como el gran Aristipo de Cirene. Siglos más tarde, Plutarco de Queronea le escribió a un amigo exiliado una carta, que ha llegado a nosotros con el título Del exilio: «¿Ves en lo alto el infinito éter que sostiene a la tierra en húmedo abrazo? Estas son las fronteras de nuestra patria, y nadie es desterrado ni extranjero en ellas, donde fuego, aire y agua son los mismos y son consejeros y jueces el sol, la luna y el lucero del alba. Rige para todos un solo orden y una sola ley: los solsticios del norte y los del sur, el equinoccio, las Pléyades, los tiempos de la siembra y la cosecha...». Y nosotros, le escribe –«nosotros, los apátridas», asentiría Nietzsche–, «seguimos esa ley al tratar a todas las personas como conciudadanas nuestras». Esta, inscrita en el pasado, será la ley del futuro.

Obras citadas

Fernand Braudel: El Mediterráneo, México, Fondo de Cultura Económica, 1989.

Jenofonte: Recuerdos de Sócrates, Madrid, Gredos, 1993.

Plutarco: Consejos políticos / Sobre el exilio, Madrid, Alianza Editorial, 2009.

Obras no citadas pero presentes de forma tan obvia como tácita

Tzvetan Todorov: Nosotros y los otros, México, Siglo XXI Editores, 2007.

Friedrich Nietzsche: La gaya ciencia, Madrid, Akal, 2001.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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