Cargando...
«...For all those born beneath an angry star, lest we forget how fragile we are...» Sting, Fragile Junio, 1944
En 1938, Hitler y Stalin firman un pacto de «no agresión» llamado «Ribbentrop-Molotov»: se trata, en realidad, de la repartija de Polonia. Ni el pacto es de no agresión, ni Molotov y Ribbentrop son sus ideólogos. Pero cuando, en setiembre de 1939, Alemania invade Polonia, todavía nadie sospecha que se desencadenará un baño de sangre global.
En poco más de veinte días, Alemania finiquita el expediente «Polonia». En la primavera siguiente lo hace con otros estados: Dinamarca en un día, Noruega en seis semanas. Siguen Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia en siete semanas. Nadie puede creerlo. En un santiamén, el régimen nazi ha humillado a las democracias de Europa occidental.
Hitler nunca se decidió a invadir Inglaterra, la única nación que lo siguió enfrentando, con Churchill al frente, por todos los medios hasta el final de la guerra.
Hitler decide invadir la Unión Soviética en junio de 1941 y llega a 21 kilómetros de Moscú en diciembre. El III Reich parece un poder incontenible. Sin embargo, la maquinaria militar francesa, y el número de efectivos, eran parejos a los del régimen hitleriano al comenzar la contienda (por citar solo el poder bélico francés); por ende, cabe atribuir el avance alemán a la indolencia previa a 1939 de las potencias francesa y británica, al aislacionismo obtuso de Estados Unidos y al pacto que la Unión Soviética había firmado.
Tras la batalla de Stalingrado, a comienzos de 1943, donde el VI Ejército alemán (la crema y nata de las fuerzas armadas del III Reich) fue íntegramente capturado, y su comandante, el mariscal Von Paulus, apresado, Alemania empieza su inexorable camino a la catástrofe, pero con un poder destructivo aún inmenso y con casi toda Europa a sus pies.
Tal es la situación en junio de 1944.
Una guerra como ninguna otra
La Segunda Guerra Mundial fue, parafraseando a Tucídides, «una guerra como ninguna otra». Las potencias del Eje formaban una unión homogénea en la medida en que las tres, Alemania, Japón e Italia, eran regímenes totalitarios y compartían similitudes –desprecio por la democracia liberal, expansionismo–, pero ¿y los Aliados? El Imperio Británico era una democracia parlamentaria interesada en sostener su imperio; en este sentido, Estados Unidos, una democracia con sistema de libre mercado y recursos que la convertían en una potencia temible, no congeniaba del todo con sus primos británicos; y la colaboración inicial de la URSS ayudó a Hitler a concentrar recursos y poner de rodillas a Europa occidental, lo que supondría graves consecuencias para el pueblo soviético. Lo único que tenían en común era haber sido agredidos, ellos o sus aliados, por el mismo enemigo.
La letalidad del conflicto no tiene paralelo. En los primeros años de la posguerra se habían estimado las muertes en 40 millones; según Victor Davis Hanson (1), 65 millones sería una estimación más razonable. Otras fuentes, con las muertes del frente oriental y de China, elevan las cifras a 27 millones (Rusia) y 17 millones (China). En seis años de guerra murió más gente que con la peste negra que azotó Europa en el siglo XIV. Si se suman los muertos de todas las guerras anteriores desde 300 años antes, la cifra resultante no iguala el número de los muertos en la Segunda Guerra Mundial. El 80% de los muertos fueron civiles: niños, ancianos, mujeres, hombres no reclutados. Quizá haya sido la única guerra donde los perdedores causaron el 75% de las muertes.
Cabría especular que si Estados Unidos hubiera enviado uno o dos millones de efectivos a Europa en 1941, cuando los nazis estaban concentrados en el frente oriental, la historia hubiera sido distinta. O, también, que humillar a un estado con un tratado, aun sin ocuparlo, desarmarlo y vigilarlo, como había pasado en guerras anteriores (Esparta con Atenas en las guerras del Peloponeso, Roma con Cartago, Rusia contra Francia en las guerras napoleónicas), solo era un armisticio –el infierno está empedrado de buenas intenciones–.
La invasión de Europa: el Día D
Desde la invasión de Grecia por el persa Jerjes en el año 480 a. C, no se vio una campaña de tal magnitud desplegada para el asalto a Europa como el desembarco aliado.
El estado mayor alemán ignora dónde será el desembarco. Envía al frente al mariscal Erwin Rommel, el «Zorro del Desierto», que no tarda en darse cuenta de que la mejor forma de defender al Reich es unirse a una conjura de altos oficiales y eliminar al comandante en jefe (la conjura fracasó: Hitler sobrevivió al atentado con bomba del 20 de julio de 1944). Tal es la limitación de recursos del Reich que la tropa se desplaza en bicicletas robadas a civiles franceses (2). Sin entrar en detalles, los aliados estiman una superioridad anglo-americana aérea de 50 a 1, los mil cazas a reacción Düsenjäger prometidos a los defensores del oeste por el Führer no han salido de las fabricas (3), desde marzo el norte de Francia y Bélgica reciben un huracán de bombas aliadas que cortan caminos, vías de ferrocarril, puentes en un área lo bastante amplia para no permitir al enemigo sospechar de un punto en particular de desembarco. En diciembre de 1943 el presidente de Estados Unidos, Roosevelt, nombra comandante supremo de las Fuerzas Aliadas en Europa al general Eisenhower, que el 14 de enero se instala en Londres. En Inglaterra se reúnen fuerzas gigantescas; el Atlántico, que es la vía de la liberación de Europa, está minado de submarinos del almirante Dönitz.
Tres millones y medio de soldados –británicos, estadounidenses y voluntarios de todas las nacionalidades– aguardan en suelo británico ser trasladados al continente para liberarlo. Jamás se ha realizado una tarea tan compleja y tan minuciosamente planificada. La fecha es un enigma para los alemanes. El lugar, algún punto de las costas del norte de Europa. Tal vez Bélgica, España, Portugal o Francia. Solo el alto comando aliado sabe que Normandía es el lugar finalmente electo. La fecha, el 6 de junio de 1944. El desembarco empieza a las 06:30 en las cabezas de playa Utah y Omaha; a las 07:25, en Gold y Sword, a las 07:35 y 07:45 respectivamente, a la derecha e izquierda de Juno.
Siete mil barcos participaron en la operación. El desembarco en Omaha fue el más letal para los Aliados: la resistencia alemana era más potente ahí. Pero la división más poderosa con que el ejército alemán podía contrarrestar la invasión estaba en el paso de Calais, no en Normandía: Hitler esperaba aniquilar allí a los aliados apenas iniciado el desembarco, como el general Milciades lo había hecho con los persas en la bahía de Maratón en el año 490 a. C.
La Operación Overlord fue un éxito. Y la empresa más arriesgada jamás planificada en las artes de la guerra. En 1946, con los Juicios de Nüremberg, muchos de los responsables de la barbarie a la que puso fin subieron las escaleras del cadalso para cumplir la sentencia del Tribunal Militar Internacional: muerte en la horca.
Notas
(1) Victor Davis Hanson: The Second World Wars: How the First Global Conflict Was Fought and Won, Nueva York, Basic Books, 2017, 750 pp.
(2) Ian Kershaw: Hitler, vol. 2, Nueva York, W. W. Norton & Company, 2001, 1079 pp.
(3) Raymond Cartier: La Segunda Guerra Mundial, tomo II, Barcelona, Planeta, 1973, 383 pp.
iafleischer@gmail.com