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Conozco de memoria el camino que conduce a los campos de batalla de la Guerra contra la Triple Alianza (1864-1870) en el sur del Paraguay. En un punto la ruta oscura da paso a la tierra y desde ahí Humaitá, Curupayty, Tuyutí, Boquerón del Sauce y otros van apareciendo señalados, tricolor, monumento o cartelería mediante. En algunos casos intencionadamente he fingido no conocerlos para que la pregunta acerca de la ubicación exacta me lleve a una deliciosa conversación con los lugareños sobre esa parte de la historia y sus fantasmas.
Silente belleza
Esta vez no será ese camino. Nos apartamos de la ruta oscura en un sentido completamente inverso, aunque de la misma manera, es decir en un punto donde se da inicio a la tierra grisácea y polvorienta del Ñeembucú con docenas de kilómetros por delante. Este trayecto no lo he hecho nunca, y no conozco personalmente a quien lo haya realizado.
El hecho de abrir y cerrar portones es simbólico. La apropiación del espacio en tanto acto público está limitada por el sentido y pertenencia de lo privado. Alcanzar el antiguo Paso del Tebicuary –la mitad del camino– exige además tramitar un permiso para poder entrar a campo privado. A unos cientos de metros de distancia con la orilla, en medio de un terreno liso, se visualiza una franja discontinua y arrugada. Llegamos, son las trincheras sur del antiguo Campamento de San Fernando.
Adolfo es un hombre que ha nacido y se ha criado en estancias. Trabaja en esta zona hace varios años, y nunca ha escuchado a alguien nombrar así este sitio. Sabe que fue el centro neurálgico de operaciones de la Liebig’s Extract of Meat Company Limited, también que fue un lugar histórico porque han llegado –según me dijo– personas buscando la tumba del capitán José Matías Bado, pero nadie queriendo saber dónde fueron ejecutados y muertos paraguayos en medio de atroces tormentos. Le expliqué mientras preparaba la embarcación que San Fernando es un lugar prohibido.
En agua, remontamos el exuberante y ancho Tebicuary. Una patrulla policial paraguaya nos detuvo aguas arriba. Cuando señalamos nuestro destino, ambos policías se sorprendieron: conocen con varios nombres y con varias señales todos los recovecos del río, menos de esa manera.
La cartografía brasileña y los mapas digitales han sido insustituibles. No lo he hecho nunca, pero realmente se busca un sitio como si fuera un tesoro. Y este enteramente lo es. La belleza de la margen derecha es plena, las enormes y largas raíces de los árboles recostadas esperando tocar el río semejan manglares, el verde de diferentes matices de intensidad parece hablar un idioma infinito de aves con cientos de miles de cotorras. El espartillar compite en territorialidad con palmeras y con la flora de grandes espinas de la zona. Y sobre todo ello un cielo amplio, ese día particularmente radiante.
Apenas desembarcados, a una integrante de la expedición una fuerte y larga púa le atravesó el calzado. Ahora no me extraña, el lugar nos daba la bienvenida con una corona de espinas.
Teatro brutal
El 26 de agosto de 1868, antes de abandonar y quemar el campamento, Solano López hizo fusilar a su ministro José Berges junto a 18 detenidos. Lo hizo probablemente para dejar una clara señal al comando aliado, quienes ese mismo día iniciaron ataques por tierra y por agua a dicha posición. Centenares de paraguayos defendieron con sus vidas el punto sur durante los días 26 y 28, preservando así una nueva marcha penosa a través de esterales por los demás, el grueso del ejército paraguayo rumbo a las líneas del Pykysyry cercana a Villeta.
El punto de San Fernando había estado, al menos desde la época del Dr. Francia, en manos del Estado. Servía como guardia de costa, eventualmente como prisión y más adelante también como una estancia de la patria. La elección como puesto de comando en las operaciones durante la guerra por el mariscal Francisco Solano López no fue como se vio, un lugar pensado como punto militar relevante, sino más bien como una espera transitoria. Un lugar donde se debían ajustar cuentas internas.
Cuando los brasileños entraron a San Fernando ardiendo completamente, se encontraron con varias y grandes fosas abiertas que tenían carteles con el inquietante mensaje de «Traidores a la Patria». Aún cuatro días después de muerto, hinchado y con un olor nauseabundo, Berges pudo ser plenamente identificado, no así los casi 400 cadáveres putrefactos restantes.
En el seno de la comandancia aliada se sabía, según estimaciones de más de un mes antes, que una insurrección contra López estaba siendo sofocada con indecibles torturas a cada uno de los supuestos culpables. De cualquier manera, si el intento revolucionario era cierto o no, Solano López no sólo demostraba en este acto que la supuesta cruzada civilizatoria sobre el bárbaro Paraguay tenía razón de ser, sino que terminaba dejando la más realista de las respuestas: se había contenido a la oposición con un éxito tal, que la violencia hacia esos paraguayos había sido realizada brutalmente por sus iguales.
De entre tanta manifestación de terror, la presencia de jovencitos como soldados es quizás, tal como señala el historiador Luc Capdevila, el punto más agravante y angustiante. Partícipes de los procesos, muchos de ellos de 12 a 14 años, eran quienes ejecutaban las órdenes de tortura, servían como testigos calificados y finalmente fueron el componente mayoritario en los pelotones encargados de fusilamiento o muerte directa por lanzas o bayonetas.
Se sabía que los prisioneros de guerra en campos paraguayos eran tratados con suma crueldad, pero ¿la violencia entre pares era rutinaria? O bien, ¿qué se había despertado en San Fernando? ¿Era acaso un escenario donde la brutalidad tenía una intención ejemplificadora?
Pulsante poder
Ante el paso inminente de los acorazados aliados y la caída de la fortaleza de Humaitá, Solano López decidió evacuar la capital del Paraguay asentándola en Luque, desmantelar el enorme campamento militar de Paso Pucú y emprender una sacrificada travesía con hombres, mujeres, animales y armamento tirado a través del barro por el Chaco, utilizando puntos estratégicos ya preparados y defendidos, buscando volver a cruzar el río Paraguay para asentarse a orillas del Tebicuary.
Entre diciembre de 1867 y marzo de 1868, el Mariscal López dirigió miradas de sumo reproche a la dirigencia «burguesa» administrativa, en la que sobresalían no sólo miembros de las élites capitalinas y locales sino miembros de su propia familia.
La posibilidad de un asalto de los brasileños, el fracaso del establecimiento de Luque como capital sumado al hambre por desabastecimiento o encarecimiento de productos de la chacra y el fantasma del cólera, movilizaron a Venancio y Benigno López a buscar un supuesto apoyo político con el vicepresidente Sánchez para reunir un consejo consultivo con jueces de paz y jefes políticos que intentaría consensuar acciones de resistencia o de negociación. La reunión tuvo lugar en Paraguarí el 22 de febrero.
Para el Mariscal López todo ello significó la confirmación de las sospechas generadas desde su entorno y avivadas por una gran red de espionaje sobre las intenciones de estos «burócratas», miembros de la élite que no estaban en el frente ni pasando las mismas penurias que las familias en los campamentos. Las personas, en fin, que representaban ese otro frente de poder, peligrosamente no militar.
No necesitó Francisco Solano apretar más que dos iniciales torniquetes; hizo viajar al sur a su cuñado Saturnino Bedoya, tesorero del Estado, y lo sometió a un interrogatorio intenso, e hizo, cartas mediante, lo mismo con Sánchez. Ambos (pero Bedoya muerto por complicaciones de torturas) terminaron por incluir a varias personas más en un complot que buscaba directamente una paz acordada con el Comando en Jefe, el Marqués de Caxías con la exclusión de Francisco Solano López.
Al iniciar agosto, San Fernando estaba llena y seguían llegando hombres y algunas mujeres por haber sido implicados por otros en un plan que tomó dimensiones descomunales involucrando a miles de individuos. El Mariscal, apelando a las antiguas Leyes de Indias sobre instrucción militar, conformó varios tribunales compuestos de dos hombres que debían llevar adelante las investigaciones e interrogatorios con el uso acordado de la tortura.
Latigazos, apaleamiento, rotura de dedos de las manos a martillazos y el uso del cepo de Uruguayana, el cual al hacer presión provocaba la rotura de la espina dorsal, fueron los elementos más recurrentes. El general Isidoro Resquín, fiscal de sangre –quizás como manda el código militar–, llevó un diario de anotaciones de las ejecuciones realizadas todo ese agosto de 1868. Algunos pocos fueron fusilados, la mayor parte eran muertos por lanza o bayoneta, degollados y decapitados. Había días en que eran ejecutadas 30 personas, al día siguiente 50 y al otro día 80. Muchos de ellos, a orillas del Tebicuary.
Ni la familia, ni los gestos forzados de lealtad como el libro de oro o la espada con piedras preciosas pudieron disipar la desconfianza o la ira. Lo que se despertó en San Fernando siguió vorazmente hasta marzo de 1870.
Antítesis histórica
Buscando poder ubicarnos en el terreno, con la amable ayuda y conocimiento de Adolfo, luego de unos minutos de silencio le dije que no es un paraguayo de bien quien busca San Fernando. En realidad la ironía –dolorosa– busca interpelar a esa historia nacional instalada que ha intentado siempre, sobre todo desde los años 30 y con especial éxito durante las dictaduras militares, presentar una historia sin ninguna grieta que permita ver un Paraguay con pluralidad de actores, fuerzasy crisis. Ello es válido para casi cualquier época histórica, pero la Guerra contra la Triple Alianza tiene la particularidad de haber conmemorado durante 1964 y 1970 el centenario con un despliegue inmenso tanto en la construcción del discurso histórico oficial como en afianzamientos de proyectos colectivos de memoria histórica.
Y el sesquicentenario, conmemorado ya en otro contexto, en otro escenario, debería poder estimular estos señalamientos, críticas e hipótesis nuevas no exclusivamente sobre el tiempo histórico sino, aún igual de interesante, el mecanismo empleado para formar al silencio. El ejercicio permitirá ver, entre otras cosas, que la violencia ha actuado en dos direcciones, la de 1868, que acalló con armas y con absoluta seguridad más inocentes que posibles culpables, y la otra, la que se ha empeñado en hacer de San Fernando, historia y espacio físico, una no-memoria, un no-recuerdo. Un espectro. Una imagen fantasma.
Bibliografía comentada
Si bien las citas bibliográficas son varias, para este artículo se ha tenido en cuenta el amplio manejo de las fuentes primarias y secundarias, las hipótesis de trabajo y el marco teórico y metodológico de los autores. Luc Capdevila: Una guerra total: Paraguay 1864-1870, Asunción, Sb, 2010; Thomas Whigham: La Guerra de la Triple Alianza, v. III, Asunción, Taurus, 2010; Mario Maestri: «Tribunais de Sangue de San Fernando. O sentido político-social do terror lopizta», en: História. Debates e Tendências, v. 13, n. 1, enero-junio 2013, pp. 124-149.
El viaje de reconocimiento al sitio del campamento de San Fernando y sus inmediaciones responde a un amplio proyecto sobre historia de la Guerra Grande y fotografía contemporánea dirigido por Fernando Allen y Fredi Casco y ampliado por artistas nacionales y extranjeros.