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Y aunque hoy, retrospectiva y estadísticamente, pueda decir que el o los asesinos eran varios, o uno solo, señalo lo ineficaces que resultaron las acciones policiales y aún así tuvieron mucha resonancia en los diarios y en la radio, y parecieron tan resueltas, terminantes y numerosas que pudieron hacernos esperar —y al asesino temer— que dieran algún resultado.
Hay que mirar las cosas antiguas con ojos nuevos; esto ayuda a comprender el mañana.
En la formación de todo gran acontecimiento se da un concurso de acontecimientos menores, tan pequeños que a veces pasan desapercibidos, los cuales —con un movimiento de atracción y agregación— convergen hacia un punto, hacia al centro de un campo magnético en el que cobran forma: precisamente la del gran acontecimiento.
Charles Auguste Dupin, el detective de Poe, ponía por norma de toda investigación el identificarse con el otro, el ponerse en el lugar del otro. Es una norma perfectamente válida también fuera del ámbito de ese género literario denominado “policial”, en la realidad; aunque no menos perfectamente ignorada por todas las policías siquiera a nivel —por así decirlo— medio (de masa, como ya más de un siglo atrás decía Dupin).
En el caso Aranda era necesario identificarse por partida doble: con el o los asesinos (cuya impunidad a la hora de cometer el crimen se explica también porque contaba o contaban con esa invisibilidad de lo evidente de la que habla Dupin en el relato La carta robada) y con Aranda, que coqueteaba con gente peligrosa.
La policía cometió fallas atroces (¿apropósito?) y una de las muchas que se cometieron en el caso y contribuyeron a hacerlo más atroz; leyendo la prensa de entonces siente uno vergüenza. Tengo que reconstruir las secuencias de su muerte; pasar del orden cronológico de los hechos al orden lógico de los acontecimientos. Mi memoria es un archivo y los recuerdos arden en él.
He tenido ocasión de pasar más de dos años de mi vida junto a Bernardo Aranda, muchacho talentoso y soñador, el héroe de esta narración, de cuya confianza fui depositario. Lo conocí siendo yo adolescente, fui testigo de su carrera y de su destino, colaboré modestamente en la conducción de sus programas de radio. Le alcanzaba los discos, los papeles de las tandas publicitarias que tenía que leer. Era una especie de ordenanza.
Aseguro de verdad que no es en modo alguno por situarme en primer lugar que hago preceder de algunas palabras sobre mí mismo esta crónica de la vida de mi difunto y desdichado amigo, que ahora descansa —así sea— en la paz de Dios, esta sumaria biografía —acaso para mi propia elucidación— de un hombre querido y repudiado a la vez, de un ser humano genial, que el destino levantó y hundió con implacable crueldad.
La biografía novelada es un género incómodo, menos quizá para el lector que para el escritor. Su problema es este: si faltan pormenores circunstanciales, todo parece irreal; si abundan, nadie les presta crédito.
La vaguedad es cosa desabrida, pero la mucha precisión huele a falso. La solución es esta: inventar pormenores tan verosímiles que parezcan inevitables o tan dramáticos que el lector los prefiera a la discusión.
Hacia 1957 o 1958 —la precisa fecha no importa—, Bernardo me llevaba, de cuando en cuando, a Arroyos y Esteros, a la casa de su madre. Ella se ocupaba de nuestro desayuno y merienda en el mismo corral, cálida y agradable morada; ella misma ordeñaba —directamente de la ubre a nuestros jarros— la leche tibia, espumosa y perfumada de animal perfume.
No me perdería en recuerdos de estos tiempos de mi adolescencia (creo asimismo que la aniquilación póstuma del recuerdo sería menos terrible que una memoria infinitesimal, incesante), ciertamente, y del paisaje que les servía de marco, campos y montes, arroyos y esteros, si no se tratara del ambiente en que transcurrió la infancia de Bernardo, en que pasaron los primeros diez años de su vida, su casa paterna y su paisaje nativo que tantas veces fueron comunes a él y a mí. Eran los tiempos en que echó raíces nuestra amistad, nuestros diálogos en guaraní (fue el idioma de su infancia y del mío que —según me dijo— resultaba un poco anómalo y kachiai. En el Paraguay hemos pasado —solía decir— del guaraní al inglés y del inglés a la ignorancia), en los que me llamaba, seguramente, por mi nombre de pila —he perdido de ello el recuerdo, pero no puedo imaginar que a los dieciséis o diecisiete años no me llamara él a mí “Luisito” o “Luis” como yo a él “Nardito”—.
Nuestras adolescencias, como es natural, se confunden, pero siempre fuimos distintos. Sin embargo, nunca dejamos de entendernos; a veces, bastaba una mirada cómplice, otras ni eso siquiera. Durante toda la adolescencia le envidié porque tenía una pinta y un carisma de la puta madre, como dicen los españoles.
Otras memorias guardo de cuando comíamos guayabas, de andar a caballo por el campo y esteros llenos de patos. Juntos íbamos, Bernardo y yo, a mirar la sucia promiscuidad del corral de los chanchos, presentes en nuestra imaginación ciertas historias de su madre y sus tías, según las cuales esos cerdos de ojos azules, rubias cejas y piel de color semejante a la del hombre son capaces, en ciertos casos, de comerse crudos a los niños de corta edad; tratábamos de imitar sus gruñidos y nos quedábamos a observar cómo la rosada prole se agarraba a los pezones de la chancha.
Juntos nos divertíamos ante el digno espectáculo, interrumpido por accesos de histeria que ofrecían las gallinas detrás de los palos de su corral, y hacíamos de vez en cuando prudentes visitas a los nidos de cabichu’i situados detrás de la casa y colgados de los árboles, escarmentados como estábamos por el dolor de algunas picaduras que en la nariz nos dieran los enojados cabichu’i. Toda una orilla del patio se perdía en los esteros, un paisaje acuático lleno de garzas. Las aguas y la tierra compartiendo sin furia esa vasta extensión, en un equilibrio indolente, en que uno y otro elemento alternaban y se entrecruzaban con dulzura, engendrando los bellos pajonales donde dormían las víboras, poblados por árboles de un verde furioso.
Recuerdo las sandías de la chacra que tragábamos a pedazos, los mangos que chupábamos a más no poder, ciertas flores de las cuales sabíamos chupar unas gotas de néctar, las naranjas que comíamos tendidos de espaldas sobre el pasto y con cuyo jugo apagábamos nuestra sed. La considero un símbolo de inocente y antigua zafaduría. Éramos adolescentes (él no tanto, pero se comportaba como si lo fuera) y el recuerdo de esa adolescencia me conmueve, no por efecto de mi propia sensibilidad, sino por causa suya, al pensar en su destino, en su ascensión desde el valle de la inocencia a cimas inaccesibles, por no decir aterradoras. Su vida fue la de un artista y porque a mí, adolescente modesto, me fue dado observarla tan de cerca, todos los sentimientos que en mi alma pueden despertar la vida y la suerte de los hombres giran en torno de esa forma particular de la humana existencia. En virtud de mi amistad con Bernardo, el artista se me presenta como un paradigma de cuanto se relaciona con el destino humano, como el instrumento clásico para comprender lo que llamamos curso de la vida, evolución, predestinación. Y es posible que sea así, en efecto. Porque aun cuando el artista, durante toda su vida, permanezca más cerca de su niñez, o si se quiere más fiel a ella que el hombre especializado en las cosas de la realidad práctica; aun cuando pueda decirse que, al revés de este último, el artista se instala permanentemente en el estado de ensueño y de juego, puramente humano, que es propio de la infancia, es su camino, desde los años de inocencia hasta las más tardías, imprevisibles fases de su evolución, mucho más largo, aventurado y emocionante que la carrera del hombre aburguesado, para el cual la idea de que él también fue un día niño no es —ni de lejos— tan triste y desconsoladora.
“El hombre puede cambiar totalmente de aspecto”, decía. Yo lo sé. Mis ojos saben. No siempre se puede separar el bien del mal en forma tajante.
Y añadía: “Paciencia, esperanza, trabajo. Y, sea cual fuere el trabajo, jamás se trabaja bastante”.
“La esperanza se funda en la certeza de que existe un fin. Yo no habría empezado —decía— si no me hubiesen demostrado claramente que este fin existe y que es posible alcanzarlo en esta vida”.
Aprendió también —y lo expresaba con palabras de belleza y precisión increíbles, para ser un muchacho que apenas abandonaba la adolescencia— que lo esencial de la vida es: la trémula esperanza, el milagro implacable del dolor y el asombro del goce.
Había momentos en que se ponía profundo, inalcanzable para mí. Yo quería saber de dónde sacaba Bernardo esas palabras.
Bernardo se jugó, se jugó la garganta podríamos decir, eligiendo ser como era.
He recorrido con Bernardo muchos de los lugares que prefería o que consolaban su nostalgia por su valle. Incontables veces comimos juntos en el Bar Carioca, en el Mercado 4, en el Lido Bar, tomado el té en la confitería Vertúa (para darnos corte), aparte de bailar los sábados; hemos caminado durante horas por el puerto, por San Jerónimo, Varadero, el barrio Sajonia, hablando de música, de rock and roll, mientras yo me preguntaba por qué me elige como amigo y confidente puesto que soy menor que él. Y durante todas esas horas transcurridas en más de dos años de amistad y con muy raras excepciones hemos hablado, interminablemente, de mujeres.
Me conmueven tantas cosas ahora. Me conmueve, desde luego, escribir este libro y también me conmueve recordarlo al cabo de tantos años, y me conmueven los muchos recuerdos de Bernardo. Quizá yo podría decir que solía comer algún domingo en casa y recordar el nombre de otros comensales. Me acuerdo de Antonio Montórfano, también del “palo”, como se dice ahora (hombre de radio); de José Olitte, también artista; de Washington Ramírez, también artista; y pienso sobre todo en Perla, ya que fue novia de Bernardo y muy amiga de mi madre. Recuerdo que Perla —que hablaba con una voz dulce— nos decía: “Cuando nos casemos los vamos a invitar a ustedes”, y nosotros le contestábamos: “Desde luego que nos van a invitar. Si no lo hacen, no saben lo que les
espera”.
“Como todos los paraguayos —me dijo una vez— soy muy acomplejado. Al principio me parecía que lo artístico, lo de la radio, debía ser difícil y que me costaría llegar a ser un locutor importante”. Sin embargo, no tarda en abandonar ese prejuicio. Más adelante dirá: “Descubrí que tengo talento y llegaré muy alto”. Pero quiero volver a otro recuerdo personal de Bernardo, y es que yo le debo a él, indirectamente, la revelación de la poesía, porque yo siempre había creído que la poesía era un medio de comunicación, era una serie de signos. Pero yo no sabía que la poesía puede ser también una magia, una música, una pasión, hasta que una noche en que Bernardo, en casa, recitó el largo poema de Manuel Ortiz Guerrero (del cual era muy devoto) Loca. Quedé maravillado, sin habla. Allí entendí lo que es la poesía. Hasta puedo recordar algunos versos que él dijo entonces:
Amigos: en caso de que alguna mujer de rodillas, desnuda, en la sombra rezando encontreís, pasad, no le hableís; es ella la loca, devota del arte que reza a la luna; es ella mi alma, reina que está loca, calma luminosa de bohemio y de artista, que va entre vosotros llevando un gran beso y un tibio pedazo de canto en la boca.
Yo creo que la vida de los hombres consta simbólicamente, es decir, esencialmente, de un solo momento, el momento en el cual un hombre se descubre, el momento en el cual un hombre sabe quién es, y en ese momento se ve claramente, se ve como si fuera otro y ve sus límites también, y no solo sus límites, sino sus posibilidades, porque un muchacho joven es ilimitado, no sabe cuál será su destino, es decir, cuál será su forma, y aquí podemos recordar aquello de Heráclito: “El destino de un hombre es su carácter”, y un muchacho joven todavía es cualquiera, casi podemos decir que no es nadie, hasta el momento en el cual él ve de golpe su destino. Ahora, desde luego, yo no puedo saber cuál fue ese momento en la vida de Bernardo, pero sí que ocurrió y podemos imaginar cualquier cosa.
En cuanto al crimen de Bernardo, compañero de trabajo y amigo, que está en el imaginario colectivo y en las crónicas de los diarios de la época, no se me puede exigir que intente resolver aquí su misterio ni entregar más datos, comprobados o inferidos, para que otros lo resuelvan. The rest —como dijo tan oportunamente Hamlet— is silence.