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La construcción en el Paraguay empezó sin el aporte de profesionales en tiempos de la colonia, cuando la provincia estaba abandonada por la propia Corona española.
El inicio fue adherirse a las técnicas de los nativos en todo, además de la construcción, vestimenta, medicina y alimentación. Siempre sostengo que, en ese largo proceso más que civilizar a los indios, los europeos fueron indianizados, y la construcción se retardó, hasta que las instalaciones se fueron consolidando con los sentimientos y las necesidades de asentamiento, seguridad, permanencia, etc.
Las construcciones empezaron alguna morfología de arquitectura española en cuanto a tecnología, que derivaron en la construcción de obras de magnitud, como los cuarteles, casa de Gobierno, iglesias, catedrales, etc., y, en torno a ellas, el entramado anárquico y disperso del caserío de los mestizos e indígenas. Siempre lo mismo: palma, barro, cobertura de paja o palma ahuecada; estilo que fue desapareciendo a pesar de la disposición de los mismos materiales hasta hoy. La palma, por ejemplo, no fue objeto de investigación y proceso de industrialización para su buen aprovechamiento, a pesar de la gran disposición que hay de ella, que pudiera haber abaratado un montón de cosas.
La arquitectura como concepto formal, elaborado y sometido a un determinado estilo, apareció con la venida de los primeros europeos contratados por Carlos Antonio López, en la década del 50 del siglo XIX. Afortunadamente para el Estado paraguayo, se trataba de profesionales de gran formación y calidad, que entendieron las apetencias estéticas de un Gobierno que quería poner al Paraguay en el mapa del mundo y, por lo tanto, tuvo que apelar a lo mejor que podía existir.
El Paraguay elabora un concepto muy importante de que el Estado era representado con la mejor calidad. Fue a tal punto que las dependencias del Estado siguen estando en edificios construidos hace 160 años y más, como el Banco Nacional de Fomento, Mburuvicha Róga, el Palacio de López, el antiguo Cabildo, la Catedral, Aduanas, etc.
Luego se produjo la devastación, porque la Guerra contra la Triple Alianza supuso no solamente el exterminio del Paraguay, sino, de hecho, terminaba un Paraguay, ese del que no tuvimos noticias nunca más hasta hoy.
Entonces, cuando Asunción fue ocupada, paralelamente a los hombres de armas, por viandantes, empresarios, comerciantes, mercaderes, tahures, de un diverso pelaje humano, estos la reconvirtieron en otra cosa distinta de la que era antes.
Hubo aportes concretos en construcciones, edificaciones; lo que podían aportar aquellos inmigrantes también forzados a venir. Se asentaron en Asunción y promovieron todo lo que se hizo a partir de entonces, no solamente en construcción, sino en lo industrial y comercial, en las actividades sociales y culturales. En este punto recuerdo una frase que acuñó hace poco tiempo Fernando Savater respecto a los inmigrantes que van a Europa hoy. Él escribió: “No vienen por nuestras luces, vienen empujados por sus infiernos”. En aquel entonces (los inmigrantes) no venían a América por nuestras luces, sino venían empujados por el infierno que era Europa, por las guerras de unificación de los países.
Los inmigrantes se dispersaron por el país y fueron produciendo eventos aislados que no se conjugan en una disposición eficiente o mejor vivir. Hacían una construcción bonita, pero enfrente no tenían pavimento, servicios, etc. Entonces, sucedía que la gente vivía en un edificio bonito, pero con las mismas precariedades que tenían. Siempre aldeanos, aunque con cobijos más estéticos, mejor planteados, más seguros; sin embargo, algunas cosas se transforman.
Esto siguió más o menos así hasta el final de la Guerra del Chaco, con altos y bajos. Pero cuando realmente se empezó a transformar Asunción fue cuando aparecieron los primeros arquitectos egresados entre finales de 1940 e inicios de 1950, y se dio la lucha entre la ignorancia de lo que es la profesión y el posicionamiento del mismo en la sociedad.
En 1953 se fundó la Asociación de Arquitectos del Paraguay, con siete profesionales bien formados en distintas corrientes o escuelas de arquitectura, algunas modernas, otras clásicas, americanas o europeas. En 1957 se creó la Facultad de Arquitectura, con un plan de estudios copiado de la Facultad de Arquitectura del Uruguay, con una opción clara por la arquitectura moderna. Con esos criterios, los arquitectos paraguayos emergieron con una devoción absoluta al modernismo y los arquitectos de la época.
Cuando surgieron estos profesionales quisieron mostrar primero lo que sabían y, luego, adherirse al movimiento moderno, al funcionalismo, a “la función sigue a la forma como la expresión a la idea”, uno de los eslogans. El inevitable resultado fue desprenderse de las lacras culturales y los viejos conceptos de la arquitectura decadente, ya fuera colonial o neoclásica.
La arquitectura colonial reapareció después como un historicismo o un formalismo que buscaba retratar antiguos linajes –o cosas por el estilo– y ya no como una expresión arquitectónica de calidad, sino para dar calidad social a los ocupantes de la casa.
A partir de ese momento, más con Itaipú y la bonanza económica consecuente, se produjo un deterioro absoluto. En aquel momento, no había una postura concreta, una esencia de nuestra escuela de arquitectura, una paraguaya. Una escuela es una entidad que recoge los sedimentos de una cultura, la historia de un país que inventaría las materias primas, las tecnologías de los procedimientos todavía útiles y conjuga una formalidad para crear una escuela de arquitectura como hay muchas en el mundo.
Pero nosotros todavía no hicimos eso y ya nos desprendimos de todo lo que no nos interesaba y sin buena formación, porque todavía no se había consolidado la facultad ni incorporado a los mejores como docentes. Quedamos a merced de las revistas de moda, y con la posibilidad clara y concreta de hacer una feria de las vanidades, para mostrar lo que sabíamos de arquitectura, o cómo había que protagonizar la modernidad.
Para muchos, la modernidad tenía distintos componentes. Con esta desorientación reinante se produjo también la corrupción académica; no cualquiera podía enseñar, salvo aquellos que estaban adheridos al sistema. Esto digo porque la arquitectura es creatividad y libertad de pensamiento. Un arquitecto es o debe ser una persona libre, que haga que la arquitectura progrese e ir decantando los defectos de los postulados anteriores que estuvieran errados.
Cuando se produce esa decadencia, cuando se produce la corrupción en cascada en la Facultad de Arquitectura, obviamente, el producto no podía ser de calidad.
De ahí saltamos a la situación actual. Cuando el MOPC o la Senavitat hacen viviendas, viaductos, costaneras, obras viales, debemos preguntarnos: “¿Quién hace los proyectos?”. Hay un departamento de arquitectura o ingeniería de los ministerios, conchabados de la clase prebendaria del sistema político; sin ninguna experiencia, calidad o grado de formación y sin ver las experiencias que hay en otras latitudes en cuanto a estos componentes. Entonces, se producen las cosas que vemos todos los días: obras inservibles.
Esa es la pata de la que cojea el sistema constructivo de nuestro país, porque solo han tenido primacía los grandes negocios y no una visión de conjunto de los problemas para darles una real solución, o para atenuar los inconvenientes.
Si un profesional bien formado –tal vez becado por méritos en el exterior– regresa al país y observa que en el MOPC o en la universidad hay personas contratadas por cupos políticos o familiares, se va a desalentar o frustrar y no vamos a avanzar. Entonces, tenemos que valorar la educación y el producto educado para que empecemos a marcar la diferencia y mostrar que la educación sirve para algo.
En el país hay buena arquitectura, pero las ciudades del Paraguay no son aún el espejo en el que puede verse una arquitectura propia.
Muchos de los egresados de la FADA no piensan como arquitectos, sino como empresarios constructores, agentes inmobiliarios, reproductores y continuadores de muchos defectos que castigan hoy a la ciudad.
Si vamos mas allá y tenemos el coraje de hacer todo lo que la ordenanza de la municipalidad permite, la situación va a ser todavía mucho más grave. Asunción sería un caos más grande del que ya es. También se debe sumar que las ordenanzas se cambian de acuerdo a intereses, para permitir cosas que empeoran aún más la situación.
¿Qué mensaje le dirige a los constructores?
Apelaría de nuevo al vocablo “compromiso”. El que nos indica que más allá de nuestro derecho al trabajo y obtener una justa rentabilidad por el conocimiento que tengamos, o la capacidad operativa que apliquemos para el desarrollo de nuestras actividades, deberíamos imponernos siempre los límites marcados por el derecho de los demás a recibir buen trato, buen servicio y a justo precio. Que el privilegio de la buena formación nos induzca a demostrar respeto y, si fuera posible, solidaridad frente a las generalizadas carencias de nuestros compatriotas.
Muchas veces vemos que grandes empresas que conquistan millonarios contratos o se ufanan de realizar cuantiosas inversiones en equipos propios, o para la construcción de edificios de lujo, permiten que sus obreros almuercen en la calle o carezcan de lo indispensable (baños, por ejemplo) en sus lugares de trabajo. Si participamos de los negocios del Estado, deberíamos imponer en dichos vínculos la misma honestidad y eficiencia que reclamamos de las autoridades y funcionarios públicos, rechazando toda posibilidad de “arreglos ventajosos” por fuera de las leyes y buenas prácticas profesionales.
Eso nomás. Me disculpo por hacerlo desde lejos, desde las mismas barricadas de nuestros centros estudiantiles y gremios profesionales que declamaban postulados de moralidad, decencia y concordia que parecen haberse ido con los años.