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El porcentaje de personas que viven en la pobreza extrema en las regiones en desarrollo ha disminuido en forma notable: de un 43 % en 1990 a 17 % en este año.
Pero el progreso ha sido desigual. A nivel mundial, unos 800 millones de personas siguen padeciendo hambre crónica y casi mil millones permanecen atrapados en la pobreza extrema.
Por tanto, a pesar de grandes avances, el hambre y la pobreza siguen estando presentes, incluso en esta época de abundancia. Es verdad que el crecimiento económico, especialmente en la agricultura, ha sido esencial para reducir las tasas de hambre y pobreza. Pero no es suficiente, porque con demasiada frecuencia ese crecimiento no ha sido inclusivo.
ACCIONES PARA LA REDUCCIÓN DEL HAMBRE
Conscientes de este hecho, muchos países en desarrollo han establecido medidas de protección social, ofreciendo apoyo financiero de forma regular o acceso a programas de autoayuda, como acciones de primera línea, necesarios para hacer frente a la pobreza y el hambre.
Un estudio tras otro ha demostrado que los programas de protección social reducen con éxito el hambre y la pobreza. Solo en 2013 este tipo de medidas permitió sacar a 150 millones de personas de la pobreza extrema. Lo que puede resultar una sorpresa es que estos programas van más allá de suplir la carencia de ingresos. No son solo una dádiva que permite a las poblaciones mantenerse a flote, sino supone más bien dar una mano que pueda ponerles en una vía rápida a la autosuficiencia.
PEQUEÑA AGRICULTURA FAMILIAR
La mayoría de los pobres y hambrientos del mundo pertenecen a familias rurales que dependen de la agricultura para su alimentación y sustento diarios. Estos agricultores familiares y trabajadores rurales, como es comprensible, se centran en sobrevivir. Adoptan un enfoque de bajo riesgo y bajo rendimiento para la generación de ingresos, invierten poco en la educación y salud de sus hijos, y con frecuencia se ven obligados a adoptar estrategias negativas de supervivencia, como la venta de sus escasos activos, poner a sus hijos a trabajar o disminuir la ingesta de alimentos para reducir gastos. De esta forma, quedan atrapados en una estrategia de supervivencia. La pobreza y el hambre se hacen intergeneracionales y, aparentemente, ineludibles.
SEGURO SOCIAL Y FINANCIERO
Hoy en día sabemos que, incluso, transferencias relativamente modestas a los hogares pobres, cuando son regulares y predecibles, pueden ser un seguro contra los riesgos que tienden a disuadirlos de proseguir actividades de mayor rentabilidad o llevarlos a adoptar estrategias negativas para superar su situación. La protección social permite a las familias pobres y vulnerables tener un horizonte de tiempo más largo, ofreciéndoles esperanza y capacidad de planificar su futuro. Lejos de crear dependencia, la evidencia muestra que la protección social hace aumentar tanto las actividades agrícolas como las no agrícolas, fortaleciendo los medios de vida y elevando los ingresos. También fomenta una mayor inversión en la educación y la salud de los niños, y reduce el trabajo infantil. Cuando es en forma de dinero en efectivo, incrementa el poder adquisitivo de los pobres, que demandan bienes y servicios producidos en gran parte a nivel local, lo que lleva a un círculo virtuoso de crecimiento económico local.
Los programas de protección social permiten igualmente que las comunidades obtengan importantes infraestructuras y activos; por ejemplo, los sistemas de riego construidos a través de iniciativas de dinero en efectivo por trabajo. Con la mayoría de pobres y hambrientos viviendo en el campo y dependiendo aún de la agricultura, tiene sentido hermanar programas de protección social con los de desarrollo agrícola. Por esta razón, la FAO eligió la protección social y la agricultura como tema del Día Mundial de la Alimentación de este año.
MEDIDAS INMEDIATAS
Pero saber qué hacer y hacerlo realmente son dos cosas diferentes. Para romper las cadenas ancestrales de la pobreza rural de una vez por todas, el mundo tiene que actuar con más urgencia y decisión. Esto implica compromiso político; una financiación adecuada, alianzas y acciones complementarias en materia de salud y educación. Estos serán elementos clave para transformar esta visión en realidad. Los marcos normativos y de planificación para el desarrollo rural, la reducción de la pobreza, la seguridad alimentaria y la nutrición tienen que promover el papel conjunto de la agricultura y la protección social para luchar contra la pobreza y el hambre, unidas a un conjunto más amplio de intervenciones, especialmente en salud y educación.
Trabajando juntos, utilizando los conocimientos y herramientas a nuestra disposición, y sin un desembolso ruinoso, podremos eliminar completamente el hambre crónica en 2030. Eso sí que sería verdaderamente un motivo de celebración.
(*) Director general de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO)