Vivir en el campo

En San Miguel Isla, una compañía del pueblo de Maciel, la vida tiene códigos distintos. El verde intenso del paisaje se junta con el azul inmenso del cielo y crea una atmósfera de paz.

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En este mundo de silencio inquebrantable hay gente acostumbrada a más de lo mismo: tranquilidad. Porque vivir aquí es tomar distancia de la vorágine de la ciudad. Hay algo verde en la inmensidad. Y, como un festival de tonalidades, el follaje expone sus variantes posibles. Ayuda el sol que ilumina con fuerza todo el escenario. Desde el pasto hasta los arbustos se lucen en la proyección de sus clásicas formas. Incluso, la luz presta brillo al colorido plumaje de los pájaros que revolotean y quiebran con sus trinares la intensidad del silencio. Un viento agradable atenúa la temperatura y, a la vez, juega con el polvo que algún vehículo motorizado levanta a su paso por el rústico camino de tierra seca que une Maciel (municipio del departamento de Caazapá) con la compañía San Miguel Isla. Y es aquí donde la naturaleza es protagonista principal de un reality real.

Llegar a San Miguel Isla es como volver a tiempos olvidados. Un edificio escolar de buen porte y algunas casas de material cocido en el reducido núcleo urbano marcan los pasos, muy lentos, de la modernidad por el lugar. Hay energía eléctrica, televisores y teléfonos celulares, pero da la sensación que son apenas apéndices de un futuro, tal vez lejano. Aquí la gente piensa en sus cultivos, se preocupa de que no le roben las vacas o que no falte leña en el fogón. Son códigos distintos a los que se manejan en las ciudades. Pero, a su manera, los lugareños son felices. Viven sin sobresaltos y no tienen apuros por cambiar el ritmo de vida. Mientras haya gallinas, cerdos, lecheras y caballos la alimentación está asegurada, porque nadie se descuida de contar con mandioca, maíz o poroto en sus chacras.

En la periferia de San Miguel Isla hay ranchos que la gente fabrica con troncos, tablones, ladrillos de adobe y techos de kapi’i (paja). Una de ellas, al costado del camino, pertenecía a don Teófilo Godoy, un anciano agricultor que hasta sus últimos días montaba a caballo y cultivaba poroto. Un ataque al corazón le dio descanso eterno el 10 de mayo de 2010. "Era simpático y muy activo mi abuelo. El decía: ‘Planté hoy dos hileras de poroto, eso no vamos a comer todo en un día’. Yo le extraño bastante", dice en tono triste Liz Maricela, su nieta de 20 años.

La casa de pared francesa (estaqueo cubierto de barro), con un cuarto y amplio galpón le quedó de herencia a Gaspar Godoy Miño (56). Agricultor como su padre, Gaspar cultiva maíz, mandioca y poroto. Trabaja además en la caña dulce, es cosechador y transportador del producto. Tiene trece bueyes y dos carretas que emplea para acarrear la caña dulce desde la chacra. Con su esposa, Selva Rosa Ruiz Díaz (41), y seis hijos habitan la casa paterna levantada al estilo culata jovái, con paredes redondeadas para darle aerodinámica y evitar el impacto de los fuertes vientos de la zona. Hace algún tiempo tuvieron que agregar otro cuarto de madera para alojar a los hijos. Bajo este techo de material orgánico proveído por la propia naturaleza, viven Liz Maricela, la mayor; Heber Hugo, de 18; Julio César, de 16; Ana Beatriz, de 11; Guido Alberto, de 8, y William Daniel, el último, de 6 años.

Liz Maricela sufre de los nervios, lo que le impide estudiar alguna profesión. Cuenta ella que apenas pudo terminar la secundaria. "Soy muy fuerte, por eso nomás pude concluir el colegio. Yo vivo con tratamientos, porque fácilmente me desmayo, me quedo medio muerta cuando me agarra la crisis", se sincera en guaraní. Pese a las dificultades, ella no está de brazos cruzados. Sale a ofrecer productos de cosmética Avón y tiene su clientela formada. Gana sus guaraníes y le sobra para comprar tarjetas prepagas de telefonía celular. "Porque a mí cómo me gusta hablar por teléfono".

Heber Hugo trabaja en el campo. Ayuda a su papá en la tarea de acarrear caña dulce. Julio César tiene una moto y hace de taxista improvisado si alguien necesita salir de San Miguel Isla. Sigue el colegio y le gusta la música. Ejecuta la guitarra e intenta cantar, porque sueña con ser artista. Ahora anda apenado porque le robaron dos de sus cinco caballos.

Ana Beatriz, la escuelera de once años, no es adicta al estudio. "No quiero estudiar, yo prefiero carpir la chacra", confiesa. "Ohose kokuépe", confirma la mamá. Guido Alberto va al tercer grado. Quiere ser futbolista. Aunque, ahora está con dificultades para practicar el deporte que es centro de sus ilusiones. "Se me rompió todito mi fútbol", dice y muestra sus botines inutilizables. El más pequeño de la familia, William Daniel, se comporta como un grande. Va al primer grado y no requiere la ayuda de mayores para su aseo diario. Solito carga agua en una caneca de madera y se baña. "No quiere que nadie le ayude", delata Ana Beatriz. "Apenas deja que se le vista", interviene la mamá. Con su impecable camisa blanca de escuelero, coloca su mochila al hombro y se despide con una ingenua sonrisa. Le esperan un par de kilómetros que debe transitar a pie antes de saludar a su maestra y compañeritos.

A estas horas, plena siesta, el ganado pasta a sus anchas. Y un ternero desatinado muge insistente en busca de protección materna. Ya el almuerzo terminó y las gallinas picotean bajo la mesa restos de comida. En un galpón contiguo, donde está el tatakua se refugian los cerdos, incontables gallinas, inclusive los caballos. La convivencia es libre. Los animales no se inmutan con los miembros del clan familiar. Pero, reconocen la presencia de extraños y se alborotan.

"Vivimos tranquilos. Mi marido no sabe tomar ni caña. Si por ahí se le ocurre beber un poco, devuelve toda la noche. Tampoco fuma, solo toma mate y tereré", cuenta Selva Rosa. Recuerda que conoció a Gaspar en un bar de Caazapá, donde ella trabajaba. Se enamoraron y se casaron en octubre de 1989.

"Nos levantamos a la cinco de la mañana, tenemos escueleros y con mi marido tomamos mate. Antes de que amanezca, él se va a trabajar. No regresa hasta la noche; las criaturas le llevan la comida en el campo".

Selva Rosa ordeña al día tres lecheras, pero ahora no puede hacer quesos porque sus vacas están con poca leche. Su rutina diaria de ama de casa se centra en preparar alimentos para su familia. Su menú intercala locro, guiso de fideos con carne, vori vori y so’o apu’a, si tiene maíz. "Aquí poco cocino poroto, porque a nadie le gusta", advierte.

Para celebrar los cumpleaños, Selva Rosa sirve tallarín con sopa paraguaya. Y en Navidad y Año Nuevo hay banquetes. Sopa paraguaya, asados de carne vacuna y carne de cerdo al horno son las exquisiteces que no faltan en la mesa festiva.

En su campo de 12 hectáreas, Gaspar y Selva Rosa cultivan granos y hortalizas para consumo casero. Los hijos ayudan y la actividad se convierte en una recreación familiar.

En el hogar de los Godoy-Ruiz Díaz hay armonía. Cada miembro familiar se ocupa de sus cosas y la vida sigue sin sobresaltos. En tres televisores sintonizan los canales abiertos de Asunción y nadie queda sin mirar su serie favorita. O sea, mirar telenovelas y escuchar música son los recursos recreativos con que cuentan, aquí en medio de la inquebrantable tranquilidad. Un mundo sencillo, pero con alto contenido humano.  

Compañía. San Miguel Isla se ubica a 15 kilómetros de Maciel (Caazapá) y a 10 kilómetros de Iturbe (Guairá). Celebra el 29 de setiembre la fiesta de San Miguel. Su población se dedica principalmente a las actividades rurales: cultivos y ganadería

FOTOS: ABC Color/Celso Ríos
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