Vida en el cráter de Tacumbú

Del mítico cerro Tacumbú, mencionado desde los días iniciales de la fundación de Asunción, apenas quedan vestigios. En su lugar se abre un enorme cráter con un profundo lago. De sus barrancos penden humildes ranchitos. Lejos de ser un sitio inhóspito, alberga naturaleza y vida, con todas sus manifestaciones.

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Con sus 65 años, que no los aparenta, doña Escolástica Benítez Sosa debe subir y bajar 84 escalones cada día para conectarse con el mundo exterior. Lo hace de lunes a sábado e, inclusive, los domingos para salir a dar un paseo. Muy bien puesta, su coquetería contrasta con el sitio en el que tiene su humilde vivienda, en el lecho de la antigua cantera de Tacumbú.

Llegó desde Bahía Negra a Asunción hace 39 años, pero en el cráter lleva viviendo 30, convirtiéndose en una de las más antiguas moradoras. Cerca de su casita también se instalaron dos de sus hijos. “Es un buen ejercicio”, dice al completar los peldaños y agrega “cuando yo vine a este lugar, todavía funcionaba la cantera”. Ella asegura que aún escucha las explosiones. Destaca que es un sitio muy tranquilo en el que los vecinos son solidarios.

El grave problema del que todos se quejan es el vertido de basura, pero, para ella, es “inatajable”, porque “nadie se esfuerza en alzar y lo que hace uno, hace el otro”. Tampoco la Municipalidad de Asunción se preocupa por hacer cumplir las disposiciones, y las criaturas, que antes acarreaban las bolsas como un juego, ahora tampoco lo quieren hacer.

Cualquier hondonada de la profunda depresión es habitable y se aprovecha cada milímetro para tener un pequeño jardín, una mascota, huerta o plantas de banano. El cerco perimetral de tejido, colocado para seguridad de los niños, sirve para las enredaderas y esconder de la vista la enorme cantidad de basura. Barrer el patiecito de las casas es fácil y no se requieren tachos ni palas. Dos meneos de barridas y al agua.

Su hija, Petrona Benítez, vive hace 22 años en el lugar y cuenta que muchos lo llaman Calama, porque está aislado del barrio, y el frío intenso se hace sentir en el lugar. “Necesitamos ayuda para limpiar, porque no tenemos los medios. Cuando llegamos era más peligroso, pero limpio. Codo a codo trabajamos para desmantelar el yuyal y derrumbar parte del cerro para hacer las casitas”, memora.

Es un sacrificio salir y entrar al lugar por la sinuosidad del terreno, sobre todo en los días de lluvia, cuando invade el raudal. Los peligros siempre están latentes y hay pequeños oratorios que lo recuerdan. 

Hacia el poniente había un nicho en memoria de dos mellicitos, quienes jugaron en el lugar y se ahogaron. La cantera todavía funcionaba y había una motobomba para desagotar el hueco que se iba llenando de agua. Un buen día, uno de los pequeños se tiró para dar un chapuzón, pero el remolino lo llevó al fondo. Su hermanito intentó salvarlo y ambos se ahogaron. Tenían entre siete u ocho años. El oratorio actualmente no se ve porque quedó sumergido.

También hay dos nichos de jóvenes en las rocosas paredes, escondidas entre lianas y el abandono. Uno es de Óscar Valentín Benítez, quien solía bañarse en el sitio y nadaba hasta el otro lado. Un día se tiró, pero antes de llegar a la costa opuesta sufrió un infarto.

Cristian Ibarra, otro joven de 17 años, vino en un grupo de cinco compañeros y se arrojó también al agua, pero se desnucó con el impacto. Ambos eran del colegio Federico Chávez, muy antiguo y conocido en Tacumbú.

Adiós, tilapias

Para ellos, lo más molesto es la contaminación y, en verano, el olor es insoportable. Además, se perdieron casi todas las tilapias criadas en el lugar porque se van exterminando como alimentos de los cocodrilos.

Muy cheto, Darío Espínola cuenta que vino hace 11 años de Choré, San Pedro, con su madre, pero hace dos años decidió construir también su casita en el vecindario, conocido como “Asentamiento 5 de Junio”. Se vive bien en el lugar, es muy tranquilo, afirma, pero también se queja de la dificultad de concretar reuniones para mejorar la situación ambiental.

Su madre, Severiana Espínola, tampoco se queda atrás en coquetería y look de calle. Profusamente maquillada, luce sus mejores galas en los serpenteantes senderos. Ella había venido de Choré, en el 2005, para trabajar como empleada doméstica. Empezó con una casuchita de lata, pero ahora es de material. Para ella, la vida en el lugar es muy tranquila, no hay motivos para quejarse. “Eso yo también quiero saber...”, responde cuando le preguntamos por qué la gente arroja la basura en ese sitio tan bello.

Chocolate y Cristal

Con esa voz característica de un locutor que anima fiestas se presenta José María Manzoni Rivas, aclarando que es el nombre que está en la cédula de identidad, pues él es más bien conocido en todo el país como “Chocolate Manzoni”.

Famoso por el acompañamiento de las bailarinas Zapatitos de Cristal en las fiestas bailables de antaño, mantiene el mismo espíritu en compañía de su hijo, José María Manzoni Jr., destacado en salonismo, y su esposa, Cristina “Cristal” Ávalos.

Su tarea de animación en el escenario con bailarinas comenzó en los 90, con la discoteca Splendor, de Papacho Rolón. “Actuábamos por toda la República, pero cuando aparecieron las discos cerradas, mermó la actividad en la capital. No me retiré oficialmente. Lo tenía previsto. Pero me costó convencer a mucha gente que no quería verme lejos del escenario. Inclusive, tengo el tema musical de la despedida de Nene Manzoni, con el ritmo tropical”, dice.

Al defender el género musical –al que según dice, equivocadamente y en forma peyorativa, se llamó Cachaca y se tildó de informal a los cachaqueros– sostiene que es una música contagiante y vibrante que trajo alegría a muchas celebraciones.

¿Cómo vino a este sitio? Hace 12 años, cuando salió una familia amiga del lugar, ellos vivían arriba en Tacumbú, pero se mudaron para estar al lado de la fuente de agua limpia y en sitio paradisíaco. Conoció el lugar cuando “todavía funcionaba día y noche la trituradora de piedra, y estaba a cargo del Comando del R.I. 14 y seguían saliendo los camiones con las piedras que se utilizaban para pavimentar las calles de Asunción”.

Se define como férreo olimpista de corazón –y nos pidió por favor acotarlo en la nota– aunque aclaró varias veces que no es para nada fanático. Para él, son inolvidables las pistas más concurridas del barrio en los bailes de antaño: Seccional Colorada 23, Seccional 22, Fomento de Barrio Obrero, Cnel. Escurra, Independiente, Presidente Hayes. También San Antonio, Varadero, San Alfonso, Seccional 18 y 19.

Liderazgo juvenil

Josué Valdez, líder juvenil de la capilla Virgen de la Paz de Tacumbú, integra la comunidad de peregrinos Papaboys Paraguay, que se reúne en la iglesia Virgen de Fátima. Trabajan para participar de la Jornada Mundial de la Juventud, en enero de 2019, en Panamá. No obstante, sus labores por la comunidad duran todo el año junto con el párroco de Fátima, Julio Román, encargado de la capilla, donde hay misa una vez al mes.

Los viernes la cantera se llena de mística con la presencia del grupo de oración Nuevo Rebaño que se reúne en el mirador, en el que hay un pequeño jardín y un altar de la Virgen de los Milagros de Caacupé.

El mirador de Tacumbú es visitado por un millar de personas al año, dice Josué. Vienen estudiantes de arquitectura para mirar el lugar y estudiar el terreno. “Nunca las autoridades se preocuparon del barrio o la laguna. Siempre hablan de proyectos de parque, puente hasta el otro lado, costanera, pero nunca hubo un plano o algo con certeza”, sostiene.

Trabajar la piedra

Don Aureliano Godoy abre la puerta del pequeño nicho ubicado en el barranco mirando al lago. Allí falleció ahogado su sobrino Óscar Valentín Benítez, y al lado está el de su compañero y amigo de infancia, Christian Ibarra, quien venía al lugar a meditar y rezarle. Aureliano trabajó nueve años en los últimos tiempos en que aún funcionaba la pedrera.

Otro de los más antiguos trabajadores es Andrés Bernal (67), quien aún conserva todas sus herramientas: el mazo para romper, horquillón para juntar, barreta para echar y pala para limpiar el “aca peró”, como se le decía. De la cima echaban los bloques, que eran gigantescas piedras sueltas, trabajadas luego.

Andrés Bernal nació en 1950 y eran diez hermanos, seis varones y cuatro mujeres; todos trabajaron de alguna manera en la cantera. Los hombres, atados de la cintura con piolas, trepaban los muros y echaban con barreta las rocas. Después vinieron los explosivistas, perforistas y máquinas pesadas cuando avanzaba la explotación de la piedra por el Ministerio de Obras, la Municipalidad y el Comando de Comunicaciones, que se repartían el dominio. La Guardia de Seguridad se encargaba de traer a los presos políticos a trabajar en el sitio, bajo estricto control.

Su mejor recuerdo y ejemplo es su madre, doña Ceferina Acosta, villarriqueña, quien resume la vida del cerro que había frecuentado de joven llevando la matula a su hermano. Allí conoció a su futuro marido, Manuel Ladislao Alvarenga, carapegüeño, emparentado con el héroe del Chaco, Ramón Triay. “El mariscal Estigarribia le dijo que quería 100 de sus hijos, pero, lastimosamente, no tuvo descendencia. Mi papá creció con ellos en Carapeguá y salió para ir al cuartel al Chaco, le agarró luego la Revolución del 47, y perdió contacto con la familia, hasta que se metió de lleno en la cantera”.

Doña Ceferina trabajó toda su vida: primero, vendiendo queso en el Mercado 4 y, luego, se unió a su esposo e hijos. “Ella se puso ropa de hombre para trabajar rompiendo las piedras. Era más guapa que cualquier varón. Tenía fuerza y no se cansaba. Los hombres, muchas veces, tenían vergüenza de ella porque siempre se adelantaba y era la primera en llegar”, recuerdan sus hijos Andrés y María Celsa.

Mirta Bernal, otra de las hijas, recuerda que todos los hermanos comieron y estudiaron gracias a la explotación pedrera. Los varones porque trabajaban codo a codo con sus padres, y las mujeres porque eran las que llevaban las viandas al lugar y hacían las demás labores.

También recuerda con nostalgia el Ykuá Bolí, de donde sacaban agua cristalina para beber, bautizado así porque lo cavaron los prisioneros bolivianos de la Guerra del Chaco, que venían a trabajar allí para el empedrado de las calles de Asunción.

También añora la época en que las mujeres lavaban ropas en el arroyo Mburicaó sur, más conocida como Zanja Tacumbú o Ferreira.

El cerro Tacumbú hoy es recuerdo. Fue lo primero que divisaban los conquistadores al acercarse al fuerte de la Asunción. Era un hito fundamental que les indicaba la proximidad. En los albores de la colonia, las chacras y los huertos llegaban hasta sus pies; inclusive, una de las líneas tranviarias recalaba cerca del sitio.

La explotación para extracción de basalto comenzó durante el gobierno de Salvador Jovellanos (1871-1874), en la etapa de la reconstrucción nacional. La práctica continuó hasta los años 90, cuando se retiraron del lugar las últimas maquinarias.

pgomez@abc.com.py

Fotos: ABC Color/Diego Fleitas/ Silvio Rojas/Javier Cristaldo.

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