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Esos tres kilómetros de camino transcurren en medio de un muestrario botánico que va desde plantas rastreras a frondosos lapachos y yvyra pyta, cocoteros, algunos karanda'y, alternando con pastizales y un sinfin de ejemplares de la flora local.
Al aproximarse a la costa del río, la topografía va cambiando poco a poco, con vegetación típica de estos lugares, incluyendo algunos charcos que dificultan en cierta manera el paso de los vehículos, obligando a uno a parar y buscar una ubicación en lugar seguro, mientras el otro trata de rebasar sin mayor problema.
Mientras uno avanza atendiendo el camino, casi de sopetón encuentra que ya ha llegado. Es un caserío de pescadores. Ranchos de estaqueo con techos de paja la mayoría, otras de teja y mampostería. Algunas deslizadoras con motor fuera de borda y, en la costa, alineados como en una ristra, muchos, muchísimos botes, o "votes", según ofrece un cartel colocado en la fachada de uno de los ranchos.
Entre peces y roquedales
El solo hecho de ver al manso y pardo río arrastrarse como una enorme serpiente, de permitir a los ojos perderse en el paisaje en lontananza, buscando algún punto donde posar la vista, bien vale el viaje y algunas pequeñas molestias, siempre presentes en los paseos tierra adentro.
Arecutacuá es un nombre guaraní que significa el lugar donde abundan las bogas, porque boga es el nombre castellano de dicho pez, que abunda en sitios donde existen muchas piedras, porque entre las rendijas de las rocas está su alimento preferido, unos moluscos que son para estos peces una delicia.
Y en Arecutacuá, justamente por estar ubicada en el extremo norte de la cordillera de los Altos o Yvytyrapy, piedras hay muchas, aunque debajo del nivel rasero del río (como lo hay en toda Emboscada y sus alrededores).
A la vera del río
En uno de ellos, un almacén con lo indispensable para un día de pesca: botellas de aguardientes, cerveza y gaseosa fría, "Vaca'i", latas de sardinas, galletas...
El día que estuvimos allí había una bulliciosa multitud. Eran pescadores -y sus familias- metidos en una absurda protesta: en contra de la veda de pesca. ¿Será que es imposible entender que la veda de pescar ayuda a que siga habiendo peces para pescar? Además, reclamaban que el Estado les pagara por no pescar. ¿A qué sector el Estado le paga por no trabajar? En fin, son esas cosas que no terminamos de entender, pero son cosas de la convivencia democrática, que le dicen.
La parte habitada de Arecutacuá es una breve franja, ocupada por no más de diez casas. Algunas -como mencionamos- hacían de almacenes, otras de puestos de alquileres de embarcaciones. No faltan las parrillas, o los tatakua, para una comida al paso, que le dicen. O, si se quiere, refrescarse con alguna gaseosa o un tereré, bajo la tupida enramada de una especie vegetal llamadaysypo jakare, que es algo parecida a una planta de pasionaria, o mburukuja.
Un sitio con historia
Si bien en Arecutacuá no existe un solo vestigio visible de su pasado, tuvo un rico pasado y fue muy importante en la historia paraguaya. Es más, tuvo un papel destacado en la conformación de la sociedad asunceña y, por ende, de la paraguaya.
Fue algo así como su garantía de vida.
A poco de fundarse Asunción, la primera ciudad de la región, de la que partieron contingentes de criollos paraguayos para fundar importantes enclaves poblacionales a diversas regiones de la rosa de los vientos: Villa Rica del Espíritu Santo, Ciudad Real, Xerez de la Frontera, Terecany, Santa Cruz de la Sierra, Corrientes, Santa Fe, Buenos Aires, etc.
Aguas abajo, por citar algunos, estuvieron los presidios de San Antonio, de la Villeta de San Felipe de Borbón del Valle de Batzán en los Campos de Guarnipitán, Remolinos, Villa Franca, Villa Oliva, etc.
Costa arriba, como se decía, estaban los de San Miguel, ubicado sobre el río, a la altura del nacimiento de la calle General Santos y su confluencia con el viejo camino a Ita Pu'a (actual avenida Artigas). Otro estaba más arriba y era el que pomposamente se llamaba el Castillo de San Ildefonso, actual Remanso Castillo. A este seguía otro, a la altura de Piquete Cue y, más arriba, en un pronunciado recodo, el "Castillo de San Agustín de Arecutacuá", del que sólo se ha conservado -mudo testigo de un sueño, tal vez- un plano, como también del presidio de San Ildefonso.
Estos "castillos" o presidios, o simplemente fortificaciones militares, protegían a la ciudad de Asunción de las incursiones de indígenas hostiles o de hipotéticas invasiones de portugueses que pudieran haber ocurrido, si no se tomaban las precauciones.
Por suerte, o hubo gran necesidad de ellos. Eso les llevó a ir desapareciendo, hasta convertirse en simples nombres toponímicos, pero dignos de ser visitados para empaparse no sólo con historias, sino también con la amabilidad de la gente que los habita.