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Neb-jeperu-Ra Tut-anj-Amón fue un faraón egipcio de la dinastía XVIII, el último de sangre real de esa dinastía, que reinó apenas nueve años en el siglo XIV a.C. y cuyo mayor logro fue devolver el país al culto de dioses como Amón u Osiris tras la época monoteísta de su padre, Akenatón.
Apenas se sabía de él, pero todo cambió en noviembre de 1922, cuando el arqueólogo británico Howard Carter descubrió su tumba, casi intacta, en el Valle de los Reyes. Y en su interior, el mayor tesoro encontrado nunca de ese periodo glorioso de la historia antigua.
Criado en una familia de artistas, Howard Carter (1874-1939) no recibió una educación formal y con solo 17 años se embarcó hacia Alejandría para trabajar en el Fondo Egipcio de Exploración como dibujante. Participó en varias expediciones y se convirtió en arqueólogo para ser nombrado, en 1899, jefe de Monumentos del Alto Egipto (Sur).
Un tipo solitario, con “una inclinación natural a la irascibilidad” y un cierto complejo de inferioridad académica, según su biógrafo T.G.H. James, cuya suerte cambió en 1908, cuando conoció al quinto duque de Carnarvon, George Edward Stanhope Molyneux Herbert, un aristócrata británico aficionado a la arqueología que financiaba excavaciones en Luxor (la antigua Tebas), al frente de las cuales situó a Carter.
Carnarvon quería encontrar la tumba de Tutankamón e hizo que ese objetivo se convirtiera en la obsesión de Carter, aunque tuvieron que esperar a que Theodore Davis, único con permiso para excavar en el Valle de los Reyes, decidiera abandonar la zona en 1912 al pensar que ya había hecho todos los descubrimientos posibles.
Pero pese al empeño que puso Carter en la empresa, ninguna de sus campañas lograron resultados importantes, ante la creciente insatisfacción de Carnavorn.
En 1922 le dio un ultimátum y, el 4 de noviembre de ese año, Carter reanudó los trabajos para descubrir poco después una escalera que conducía a la tumba de Tutankamón, o al menos ese era el convencimiento del arqueólogo. El día 6 envió un telegrama a Lord Carnarvorn: “Por fin hemos hecho un maravilloso descubrimiento en el Valle; una tumba magnífica con sellos intactos recuperados para su llegada. Felicidades”.
Más allá de la imaginación
El 23 de noviembre, Lord Carnavorn y su hija, Evelyn Herbert, llegaron a Luxor. Al día siguiente, ya con la escalera limpia, Carter descubrió que la tumba había sido profanada por saqueadores, que habían vuelto a sellar la puerta, por lo que no sabía lo que se iba a encontrar, lo que hizo aumentar exponencialmente la tensión del equipo.
Tras traspasar las dos primeras puertas, el día 26 se encontraron con una tercera también sellada de nuevo.
“Al principio no podía ver nada;, el aire caliente que salía de la cámara hacía que la llama de la vela oscilara, pero en seguida, cuando mis ojos se fueron acostumbrando a la luz, detalles de la sala fueron apareciendo lentamente de entre la bruma: animales extraños, estatuas y oro, por todas partes el destello del oro. Por un momento –lo que a los otros les debió parecer una eternidad– me quedé mudo de asombro y cuando Lord Carnavorn, incapaz de aguantar el suspenso por más tiempo, me preguntó ansioso: ‘¿Puede ver algo?’, todo lo que pude decir fue: ‘Sí, cosas maravillosas’”.
Habían pasado 3262 años desde que el faraón fuera enterrado siguiendo todos los ritos egipcios para permitir descansar a su alma e impedir que nada ni nadie interrumpiera su sueño eterno. Lo que alimentó por algunos años la existencia de una absurda “maldición faraónica” contra todos los presentes en la apertura de la tumba.
Atracción turística
Una maldición que no hizo sino aumentar el interés por un tesoro que el equipo de Carter tardó diez semanas en sacar de la tumba. Y que necesitó de diez años de trabajo para poder catalogar las más de 5000 piezas que lo componían, una cifra que varía según las fuentes y a la que habría que añadir algunos objetos desaparecidos que se han ido recuperando con los años.
Destacan especialmente el sarcófago que contenía la momia del faraón, de más de 100 kg de oro macizo; la máscara funeraria que se ha convertido en el símbolo de Tutankamón y de Egipto, y, sobre todo, la momia, cuyos análisis han permitido determinar que el faraón murió de malaria, que sufría trastornos óseos y que, con toda probabilidad, era hijo de Akenatón.
Pero había muchos otros objetos destacados en una tumba compuesta de una antecámara, un anexo, una cámara secundaria y una cámara sepulcral.
El trono del faraón, realizado en madera, oro, plata y vidrio; cinco carros; un sarcófago de madera; la cama de Tutankamón; su diadema real de oro, con piedras preciosas, que aún estaba en la cabeza de la momia cuando Carter abrió el féretro; un pequeño recipiente de oro que contenía los órganos momificados del “rey niño”; un abanico de madera cubierto en oro o un estuche para un espejo que lleva la palabra “ankh”, que significa “vida”.
Estos objetos se pueden ver en el Museo de Antigüedades de Egipto, en El Cairo, donde se exhiben de forma un tanto desordenada y rodeados de una gruesa capa de polvo que se acumula en las urnas de cristal que los contienen.
Un tesoro que merecería una exhibición más cuidada. No en vano es el mayor atractivo turístico de Egipto, junto con la tumba de Tutankamón, en el sureño Valle de los Reyes, en cuyo interior se encuentra la momia, que está expuesta de forma intermitente desde 2007 y para cuya visita hay que pagar una entrada extra que permite el acceso al Valle de los Reyes.
Lo que demuestra el interés por este faraón, pese a que su tumba no es ni de lejos la más interesante o impresionante del complejo. Pero sí la que atrae más a la gente, repitiendo así el esquema de la obsesión que llevó a Carter a su descubrimiento hace ahora 90 años.
“Pueda tu espíritu vivir, durar millones de años, tú que amas Tebas, sentado con la cara al viento del norte, los ojos llenos de felicidad”. Es la inscripción de la lápida de Carter, copia de la que muestra la copa de alabastro de Tutankamón, una obsesión de la que el arqueólogo no pudo librarse ni con la muerte.
El empeño de Howard Carter por descubrir una tumba intacta en el Valle de los Reyes culminó en noviembre de 1922 tras siete años de trabajos.