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La cima del Volo Cue, una de las siete colinas primigenias de Asunción, se ha convertido en una roca perenne con la majestuosa iglesia de La Encarnación. Antes de llegar a este sitio, en el que fue inaugurado solemnemente en 1912, ha tenido otras cinco ubicaciones y ha sido protagonista de gran parte de nuestra historia.
“En esta iglesia hay lágrimas, sudor y sangre. Es la que más les costó levantar a los paraguayos. Es como una iglesia dolorosa. Fue acribillada durante las revoluciones, pues cada personaje que quería tomar Asunción, si lograba matar a quien estaba con la ametralladora en el campanario, tenía la revolución ganada. Por otro lado, era el último bastión para defender Asunción de los rebeldes. Es la primera iglesia del Paraguay, incluso antes de la Catedral”, dice el Lic. Agustín Talavera, investigador laico que lleva años recopilando su historia.
La Encarnación es única en su género en nuestro país. De estilo romano-corintio, tiene la orientación propia de las basílicas; además de varios elementos que no están presentes en otros templos. Un ejemplo es el baldaquino, que alberga la imagen de la encarnación de Cristo. La diferencia entre la anunciación y la encarnación la hace la venida del Espíritu Santo que está plasmado en un vitró sobre el baldaquino, que se construyó hacia 1940, durante la época del padre Sinforiano Brizueña, y se inauguró en 1958, antes del Concilio Vaticano II, que dispuso la modificación de la costumbre de los sacerdotes de oficiar las misas de espaldas a la gente.
La imagen de la Virgen de la Encarnación fue realizada por encargo de doña Faustina Sosa. El conjunto fue esculpido en Francia, en madera y tamaño natural, y retocada luego por Juan José Schmeda.
“En la época de la capilla provisoria, mientras se construía el actual templo, se tenía un cuadro que era venerado por la gente, pero fue llevado a Europa para realizar el conjunto escultórico. Ese cuadro antiguo estuvo luego en la sacristía y desapareció de allí, al igual que muchas otras cosas que desaparecen misteriosamente de las iglesias”, comenta Talavera.
En cada fiesta patronal, la imagen de la Virgen también era bajada y llevada en andas. Tenía una corona de oro y brillantes que, con el correr del tiempo, desapareció. Incluso, muchas de las desapariciones se dieron con la excusa de reducir las pompas de las iglesias luego del Concilio Vaticano II. “Por eso, las imágenes sufrieron mucha rapiña y robos, sobre todo rosarios de oro y alhajas que donaba la gente como promesa”.
Cuando la actual iglesia de La Encarnación fue consagrada, se trajeron en ella las reliquias de San Pantaleón, que fueron colocadas bajo el ara o la mesa litúrgica.
En su trayectoria ha jugado un papel importante el monseñor Agustín Bogarín Argaña (1899-1988), quien la dirigió por casi 50 años y logró terminar el templo. Un día llegó junto a él un señor de acento extranjero y pidió permiso para donar un fresco a la Iglesia, para que fuera más majestuosa. Colocó los andamios y trajo ayudantes para realizarlo. Fue así que plasmó el Jesús en el Huerto de Getsemaní, en la nave central. “Cuando el Mons. Bogarín le preguntó su nombre, le dijo que le contestaría al terminar la obra. Pero desapareció en silencio y nunca más se supo de él. Dejó una hermosa obra, que es un misterio, un milagro. Se lo suele iluminar cada Jueves Santo para el lavatorio de los pies”.
Suponemos –dice Talavera– que podría tratarse de una obra de Guido Boggiani, quien era muy devoto, pero tal vez quiso mantenerse en el anonimato por su religiosidad. “Pero son solo suposiciones. No hay nada seguro al respecto”, aclara.
Cada objeto presente o ausente tiene mucho que decir en la iglesia de La Encarnación. La imagen de santo Domingo, que fuera salvada del incendio, se conserva hasta hoy en la capilla privada de una conocida familia asuncena, en la que está muy bien cuidada. “Cuando se recogieron las imágenes salvadas, fueron llevadas en guarda por muchas personas, pero quedaron de generación en generación en las familias y así se perdieron el rastro de muchas. La imagen de santo Domingo se veneraba en la iglesia del antiguo convento de los dominicos. Era de vestir, o de bastidor, como todas las utilizadas durante la época colonial. Luego vinieron las imágenes de bulto”.
La Virgen del Rosario también se salvó del incendio, pero ocupa un lugar en La Encarnación. Era también una imagen principal de los dominicos y, a la vez, muy venerada por los negros, los esclavos que vivían en el entorno del convento, porque los religiosos de allí tenían sus esclavos. Cerca del puerto estaba la ranchería con descendientes de esos negros, quienes la pusieron en una capilla y cada año llevaban la imagen en andas hasta la iglesia. “Se nota que en la época del gran incendio, la Virgen estaba en forma provisoria en la iglesia. Siempre estaba muy bien enjoyada por sus devotos, tenía corona y rosarios de oro”, relata Agustín Talavera.
El Niño Milagroso también se salvó del incendio y sigue obrando prodigios. La imagen estaba antes en un nicho de madera en el que la gente le tocaba la ropa y le traía flores. “Cuando joven, un día vi un tumulto aquí porque detuvieron a un chico que había entrado a la iglesia y se había llevado el Niño. Lo alcanzaron sobre la calle Alberdi y Dr. Francia. Es un Niño doblemente milagroso. Da muchas dádivas a los creyentes. La gente acude a pedirle y él los colma con bendiciones. Lo puedo atestiguar”, afirma.
Al momento del incendio, La Encarnación ocupaba la loma Cavará, al lado del barranco del río. Fue un escenario de mucha historia. Todas las localizaciones y la historia de La Encarnación las detalla la profesora Margarita Durán Estragó en su libro Templos de Asunción 1537-1860. La iglesia subía y bajaba de emplazamiento por la actual calle 15 de Agosto, que por eso mismo se llamaba de La Encarnación. Don Carlos A. López había pensado en un lugar más amplio y monumental y, probablemente, ya se había fijado en la zona de la Plaza Vieja, en Volo Cue. Por cierto, del nombre nada se sabe, pero se podría presumir que se refiere a algún antiguo propietario del lugar, explica la historiadora.
El patronazgo regio sobre la Iglesia católica en la época colonial la ejercía el rey, retoma Talavera. El Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia se tomó esa atribución para poder dirigir la iglesia, pues la veía como un nido desde el cual se podía conspirar, y entonces decidió expulsar a los dominicos, extinguir los conventos y volver parroquiales los templos. Todos los conventos se convirtieron luego en caballerizas.
Pero, paradójicamente, en 1840, el Dr. Francia fue enterrado en el presbiterio central de la antigua iglesia de La Encarnación, en la que la gente lo veneraba y visitaba. Su tumba era como un monumento.
En 1842 fue escenario del Congreso Extraordinario que ratificó la independencia nacional. De ahí su importancia en la vida e historia de nuestro país.
Una personalidad ilustre en la vida de la quinta iglesia y la actual fue el canónigo Juan Bernabé Colmán (1860-1949). Fue condiscípulo del monseñor Bogarín y cuatro sacerdotes más. Tenía 22 años cuando se consagró.
El padre Colmán fue uno de los primeros sacerdotes ordenados tras la Guerra contra la Triple Alianza y uno de los primeros alumnos del Seminario Conciliar. Por una licencia especial del Vaticano, ante la necesidad de sacerdotes para el país, estos se ordenaron en cuatro años y no seis. Lo primero que hizo fue ayudar al arzobispado del monseñor Pedro Juan Aponte, quien lo nombró en La Encarnación para su custodia y reconstrucción luego de la ocupación de la capital.
El fatídico 4 de enero de 1889, luego de las fiestas de Navidad, se conjugaron varios factores: el viento norte, el pesebre de ka’avove’i ya seco y las velas encendidas por las mercaderas del Mercado Guasu causaron la peor tragedia. El padre Colmán estaba recorriendo las casas de los fieles cuando recibió la noticia. La voracidad de las llamas no daban tregua pese a que la gente iba y venía con baldes de agua desde río para aplacar el fuego. Aun así, el religioso entró y se abrazó al sagrario para rescatarlo. Salió semiasfixiado y con las túnicas con fuego. El sagrario se conserva en la Capilla de la Adoración y se resguarda como una de las reliquias del retablo principal.
El sagrario fue puesto en guarda en la capilla particular del obispo monseñor Manuel Antonio Palacios, quien había sido fusilado en Itá Ybaté por orden del mariscal López en 1869. La cuidaron las hermanas del monseñor sobre la actual Presidente Franco.
“Mucha gente se arrastró por el suelo a llorar. Pensaban que era una maldición. El incendio causó profunda consternación y llenó de tristeza al país. Monseñor Colmán se lamentaba día y noche. El presidente de la República, Patricio Escobar, lo acompañaba a caballo en la búsqueda del nuevo sitio y le prometió levantar una nueva iglesia. Se formaron muchas comisiones a la par”, sigue contando Agustín Talavera.
Cuando llegaron a la colina del Volo Cue, el padre Colmán encontró un sitio con halo especial. Él era una persona de mucha espiritualidad y, al ver que cientos de palomas salieron del lugar, sintió como que caían del cielo unas estelas e interpretó como la señal que buscaba. Era el lugar ideal con una energía contagiante que trasciende. “Las personas que subían aquí se sentían como una parte de cielo. A partir de allí, la dificultad se daba en la cantidad de propietarios a quienes había que comprar el terreno. Fue difícil convencerlos de que no pidieran tan caro, pero milagrosamente se pudo adquirir una parte de la manzana, no toda, para el nuevo templo”.
Otro espectador muy dolido del incendio fue el Arq. Giovanni Colombo (1831-1902). Era muy católico y esa era su iglesia parroquial. “Se acercó al sacerdote para decirle que iba a diseñar el templo y regalar los planos con la condición de que le dejen dirigir. Había gente que ya realizó otros planos, pero este era un obsequio y fue el aceptado”.
De Colombo se sabe muy poco. Llegó al Paraguay en 1858, con 22 años. Acompañó al mariscal López hasta Cerro Corá y fue uno de los pocos sobrevivientes. Regresó con 58 años, cuando finalizó la guerra. Logró dirigir la obra, con el permiso del padre Bernabé Colmán, pero duró solo nueve años en la dirección de esta, que la dejó inconclusa. Pocos años después, el padre Bernabé Colmán, exhausto, agotado mentalmente, sufrió un surmenage y el monseñor Bogarín lo llevó al interior.
La construcción quedó en manos de terceros, quienes continuaron con el proyecto original, que se fue modificando con el tiempo, como las torres ojivales. La cúpula, que debió hacerse de ladrillos, se hizo en hormigón y, para ello, se contrató una empresa del Ing. Carlos Hoffer y Augusto Cálcena. “No obstante, es una iglesia que la gente cree que quedó inconclusa, pero fue terminada con modificaciones”, asegura el investigador.
Giovanni Colombo fue enterrado en el antiguo Cementerio del Mangrullo, que los brasileños eligieron para el entierro de sus soldados y oficiales, pues no querían llevarlos hasta la Recoleta. “Crearon el llamado Cemitério Brasileiro de Nosso Senhor del Bom Fin. Allí fueron enterrados, por ejemplo, el general León de Palleja, quien falleció durante la guerra. Se le hizo un monumento, un panteón muy lindo, pero al finalizar la contienda fueron llevados todos los restos al Brasil. El Mangrullo siguió como cementerio”, cuenta al margen.
De la muerte de Colombo solo se sabe que se publicó un único aviso, encargado por el sacerdote de La Encarnación, en un vespertino que salía a las 17:00. Se publicó en el mismo día, y decía que falleció a las 14:00 y sus restos serían velados en su casa de la calle General Díaz n.o 333. No había otra participación familiar y murió pobre de solemnidad. Los planos originales fueron prestados a un arquitecto que nunca los devolvió. Tampoco hay una sola fotografía de él; la única la había llevado una persona con la promesa de restaurarla y no la devolvió.
“Colombo es el gran ausente. La gente sabe que fueron los planos de él. Pero la iglesia no guarda una sola foto ni una placa de él y se lo merece realmente. La tumba habrá desaparecido cuando los túmulos del Mangrullo fueron trasladados al Cementerio del Sur, en 1923, y aquello quedó como parque”.
Las puertas fueron donadas por personas particulares o comisiones. La placa que tiene en el interior es de la carpintería italiana de Gerardo Saggese Giannattasio y construida en 1903. Es una obra maestra, esculpida en madera, verdadera obra de arte, al igual que los herrajes. Tan bellas, compactas y seguras. Fueron hechas con una maestría y precisión extraordinarias, aunque lastimosamente hoy las están destruyendo las termitas.
La magnífica iglesia de La Encarnación es una roca perpetua que corona una de las siete colinas de Asunción. Su indiscutible protagonismo fue tal en loma Cavará como lo sigue siendo hoy en Volo Cue.
Fotos: ABC Color/Celso Ríos/Diego Fleitas.