La diva que murió de amor

María Callas y Aristóteles Onassis vivieron una de esas historias clásicas de amor, mezcla de cuento de hadas y tragedia griega. Y es que no todas terminan con “y fueron felices”, pero no por ello son menos tórridas e intensas.

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¡Hummm! ¿Cómo podríamos también titular esta historia? ¡Ah, sí! “La mujer que amó demasiado”… al hombre equivocado. Y sí, ¿quién no conoce a “La Divina”? Hija de inmigrantes griegos, María Anna Sophie Cecilia Kalogeropoulos nació en Nueva York el 2 de diciembre de 1923. Con el tiempo, su padre, farmacéutico, cambió el apellido familiar por el de Callas.

Cuando sus padres se separaron en 1937, María y su hermana regresaron a Grecia con su madre. Prodigiosa, a los nueve años empezó a estudiar piano y a los 16, incluso sin contar con la edad mínima exigida, ingresó en el Conservatorio Nacional de Atenas y, al mismo tiempo, debutó en la obra Cavalleria Rusticana, de Pietro Mascagni.

Desde que, en 1941, María protagonizó Tosca en el Teatro Real, de Atenas, su fama fue in crecendo. Pero su carrera dio un giro de 180 ° cuando el director italiano Tullio Serafin –quien la convirtió en “La Callas”– le propuso interpretar La Gioconda en la Arena de Verona, en 1947.

Ese mismo año se casó con un empresario italiano, amante de la ópera, Giovanni Battista Meneghini, quien, más que nada, se convirtió en el padre que había perdido.

Dueña de una personalidad arrolladora, su público la adoraba y ella era imbatible... hasta que conoció a “Aristo”. ¿A quién? Al magnate griego Aristóteles Onassis. María lo llamaba cariñosamente así. Ambos tenían mucho en común; especialmente, su origen. Ambos se hicieron a sí mismos. Onassis, proveniente de una familia de clase media, pero inteligente para los negocios, se convirtió en el magnate griego más famoso, rico y poderoso de la industria naviera del siglo XX. Ella, nacida en el seno de una familia de inmigrantes pobres, como pocas, supo reinventarse, bajar 30 kilos y convertirse no solo en una mujer de gran belleza y personalidad, sino en un verdadero prodigio del bel canto, en “La Divina”, que hablaba cuatro idiomas.

Bien, aquí hacemos un paréntesis para acotar que dos hechos puntuales marcaron la vida de María Callas. La primera, la noche (¡uf!, nunca falta una para las desgracias) en que descubrió que no podía cantar “su” Norma, el caballito de batalla de toda su carrera. ¡Horror! Se dio cuenta de que sin su voz ya no era “La Divina”, sino “simplemente María”, la niña rechazada por una madre que soñaba con un hijo varón. En fin… su voz comenzó a apagarse en mayo del 65, en L’Opera de París, según su biografía.

La segunda, cuando Onassis, su gran amor, ¡ay!, ese Odiseo, bueno, un remedo, una mala copia del personaje de la famosa obra de Homero, la abandonó para surcar otros mares, las frías aguas de Jackie, la viuda de John F. Kennedy, con quien se casó, aunque pronto volvería arrepentido.

Pero ¿cómo comenzó esta historia de amor entre una mujer que era un prodigio, “la diva”, “La Divina”, la famosa, capaz de cantar en italiano, alemán o francés y un rústico hombre mayor, bajito y feo? ¿Destino o mala suerte? ¡Quién sabe! Hay muchas versiones de la fecha y el lugar en que María y Aristóteles se conocieron. Según dicen, Onassis, si bien era ordinario, sabía seducir a una mujer, y como buen depredador acosó a La Callas hasta conquistarla. ¿La carnada? Llenó su camerino y su casa de rosas rojas. No le importó que ella fuera casada; él tenía dinero y ella era un objeto de valor digno de exhibición y debía poseerla. Tampoco le importó su esposa, Tina, cuando invitó a los Meneghini a un crucero en el Christina. ¡Ay!, a veces hay que escuchar esa llamada interior de alerta que nos dice: “¡Ojo!”. María dudó; su agenda estaba muy llena, tenía que interpretar Medea en el Covent Garden, en Londres. Onassis, insistente (siempre lo son), le dijo que iría a Londres para convencerla. ¡Oh, destino cruel! ¡El magnate viajó a la capital inglesa! Le organizó una fiesta, ¡pepé, pepé, pepé!... ¡y María cayó en sus redes!

Otra versión cuenta que Elsa Maxwell, la decana organizadora de fiestas de la alta sociedad de aquella época, los presentó el 3 de setiembre de 1957, durante un baile de máscaras (¿el griego habrá necesitado una?) celebrado en el Hotel Danieli, de Venecia, Italia. Él tenía 53 años y ella, 33. Lo que sí es seguro es que el romance se hizo a la mar, literalmente, durante el crucero en el verano de 1959.

Y así, con el vaivén de las olas y la romántica luna, los dos dioses griegos se juntaron… y comenzó el amor… ¡y la tragedia! La diva perdió no solo la cabeza por él, sino también su matrimonio, que terminó en un escandaloso divorcio en 1960, su voz y, finalmente, su vida. De más está decir que el magnate nunca tuvo la menor intención de casarse con ella; era una pieza más de su colección.

Como toda tragedia griega, este fue un romance desigual, con un hijo en común que nació muerto y que tatuó el alma de la diva. María le entregó todo: su amor, su carrera, su voz. Él, con la misma pasión, acumulaba billetes y mujeres. Dicen que era un depredador insaciable que atrapaba a las mujeres principalmente con la chequera. Les llenaba de regalos, las seducía, poseía y al final… se aburría y se iba con el saco al hombro en busca de una nueva presa.

Durante unos años la exhibió como un trofeo por todo el mundo, pero seguía casado a pesar de las súplicas de María que se divorciara. Cuando finalmente Aristo se divorció… fue para casarse con otra.

Onassis, deslumbrado, encontró una nueva presa: Jacqueline Kennedy, viuda de John F. Kennedy. ¡Y se casó con ella! Callas quedó devastada. Pasado un tiempo, los gustos extravagantes y costosos de Jackie, y sus constantes ausencias, hicieron que Onassis quisiera morderse el codo por esa unión. Entonces volvió otra vez sus ojos a María Callas, pero... tarde, muy tarde. La Callas no era Penélope; nunca le perdonó su desprecio. Lo rechazó dignamente y le dijo adiós en griego.

Ella siguió con su carrera artística, cantaba, penosamente, pero cantaba. Cuentan que un día quiso suicidarse con una sobredosis de barbitúricos. Por más píldoras que tomara, no podía olvidar. “¡Es tan corto el amor y es tan largo el olvido!”.

Y no. En esta historia ellos no fueron felices ni comieron perdices. Él murió solo y achacoso en 1975. Ella, en 1977, también en completa soledad. Las razones de su muerte quedan poco claras. Oficialmente, se trató de una “crisis cardiaca”, pero no se descarta que se suicidara ingiriendo una dosis masiva de tranquilizantes. Sus cenizas fueron arrojadas en el mar Egeo. Algunos aseguran que la diva murió de tristeza; otros, que murió de amor.

mpalacios@abc.com.py 

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