Juan Gualberto González

Don Juan Gualberto González fue presidente de la República entre el 25 de noviembre de 1890 y el 9 de junio de 1894, cuando un golpe de Estado le derrocó, sucediéndolo el vicepresidente don Marcos Morínigo.

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Su gabinete ministerial estuvo integrado por José Segundo Decoud, Esteban Rojas, Otoniel Peña, en la cartera de Hacienda; José Tomás Sosa, Interior; Benjamín Aceval, Facundo Insfrán, Otoniel Peña, Atanasio Riera, en Justicia, Culto e Instrucción Pública; Juan Bautista Eguzquiza, Pedro Miranda, en Guerra y Marina; y Venancio López y José Segundo Decoud, Relaciones Exteriores.

Durante su gobierno, se agudizó la crisis bancaria declarada en la administración anterior; se creó la oficina de Contribución Directa (Impuesto Inmobiliario), se fundó la localidad de Ypacaraí, se creó la Intendencia municipal de Asunción; murió el obispo Pedro Juan Aponte; el ferrocarril llegó hasta el río Pirapó, se creó una Escuela Práctica de Agricultura, se inauguró el Palacio de Gobierno con una gran exposición conmemorativa del Cuarto Centenario del descubrimiento de América, se terminó la construcción de la Cárcel Pública; se construyó el edificio del Hospital de Caridad (Hospital de Clínicas), se creó el Banco Mercantil.

El 18 de octubre de 1891 un golpe contra su gobierno fracasó, pero marcó a fuego la política paraguaya.

Don Juan Gualberto González nació en Asunción el 12 de julio de 1851, hijo de doña Genoveva González. Tenía 39 años cuando asumió la primera magistratura de la nación.

Casado con la célebre educacionista Rosa Peña Guanes, fue padre de María Laura Carmen (casada con Affonso Henrique José Sebastiao de Carvalho), Juan Carlos (casado con Sara Miltos), Celina Lidia del Carmen (casada con Rafael Calzada) y Juana del Carmen.

Sus cuñados fueron: Otoniel, Angel y Benigna Peña (esposa de José Segundo Decoud).

El expresidente González murió en Asunción el 30 de julio de 1912, a los 61 años.


López


En estos días, mucho se habló acerca de la heroicidad o no del mariscal Francisco Solano López, sin dudas, un personaje histórico siempre polémico.

Siempre.

Hasta que su hijo don Enrique Solano López Lynch volvió al Paraguay, la memoria del mariscal era denostada en nuestro medio, a tal punto que, en una ocasión, don Enrique tuvo que tratar de batirse a duelo con alguien que insultó la memoria de su padre.

Y fue él, don Enrique, quien inició con el historiador Juan E. O'Leary (cuya madre fue una de las víctimas del tirano), la campaña por reivindicar el nombre del mariscal. Nuevamente arreciaron las críticas y las polémicas. En una de esas, don Juan insultó al poeta Alejandro Guanes, cuya familia había sufrido las injusticias del gobierno de López, por lo que el bardo escribió un soneto dedicado a O'Leary, a quien se dirigió por el seudónimo que usaba:
-
"A Pompeyo González
-
"El necio audaz que a la fortuna loca
"no más debió la suma de poderes,
"el que endiosar a toda costa quieres,
"el que tu labio sin rubor invoca.


"Las armas de la patria, alma de roca,
"las melló en flagelar pobres mujeres,
"¡y cuán de cerca algunos de esos seres,
"algunas de esas mártires te toca!


"Yo nada soy para que encuentres gloria
"en enlodar mi frente o que te cuadre
"blanco hacerme de mofas chabacanas.


"Toda tu hiel escupe en la memoria
"del que su mano vil puso en tu madre
"¡O eres deshonra de sus tristes canas!".


Viejas costumbres fúnebres

Viejos relatos cuentan que los asunceños del siglo XVIII acostumbraban, como señal de luto por la muerte de un ser querido, llevar el ataúd hasta su última morada, seguidos de un tropel de mujeres -mulatas y negras enlutadas-, que iban profiriendo "desacompasados aullidos" hasta que el muerto quedaba enterrado. Durante el regreso, seguían los alaridos como una manera de expresar a los deudos el dolor que supuestamente sentían por el difunto. Eran las célebres lloronas.

Para expresar su dolor, tanto hombres o mujeres se vestían de negro, casi siempre en todo lo que les quedaba de vida, a no ser que, de por allí, aparecieran algunos que otros motivos de alegría e hicieran olvidar el triste recuerdo por un ser querido.

Cuando moría un niño de familia pudiente, los padres del angelito invitaban a todos los vecinos, a los de su clase y a los más pobres también. El velorio era bastante alegre, con tragos y bailes incluidos. Los mayores se limitaban a juegos de naipes, pero sin privarse de licores, dulces secos, panales, mistelas, bizcochuelos, vinos, mates, etc.

Luego de algunos cantos sagrados, los más allegados llevaban el cuerpecito hasta la iglesia, caminando los hombres adelante, seguidos de algunos religiosos y del cura párroco, a quienes seguían las mujeres. Una vez en la iglesia, se colocaba el cadáver del angelito sobre un pedestal, encima del sagrario, rodeado de flores, velas encendidas y alhajas.

Acabados los ritos respectivos, los acompañantes volvían a la casa de los padres del difunto a seguir con los refrescos, juegos y bailes.

Curiosamente, cuando a estos mismos padres se les moría un niño esclavo, no se hacían estas pompas, sino que se le enterraba en medio de lamentaciones, quejándose de la desgracia de perder un esclavo que les hubiera sido de gran provecho en el futuro.
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