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En su libro de memorias, Me (1991), una voz interior de Katherine Hepburn reflexiona con ella misma acerca del temperamento que le ha impulsado a labrar la senda de su vida: “¿Quién soy yo? Bueno, yo soy yo, lo que se llama el poder en la sombra… Tu carácter. ¿No lo llaman así...? Yo gobierno esa nave que tú eres. Estás envejeciendo y quizás no me resulta tan fácil venderte como antes”.
Muchos calificativos han ido amasando la identidad colectiva de esta actriz, nacida en Hartford (Connecticut) en 1907 y muerta también en el lugar donde había venido al mundo, hace ahora diez años.
Inteligente, equilibrada, sofisticada, altanera y, sobre todo, independiente, algo que desde niña fue alentado por su padre, un urólogo de Nueva York, y su madre, sufragista, en el entorno de una familia culta.
Una mujer que nadaba en pleno invierno en las aguas heladas del estrecho de Long Island y cuya bebida preferida era un vaso con hielo, whisky y soda hasta el borde.
Una actriz legendaria que ganó cuatro premios Óscar, obtuvo doce candidaturas y ha mantenido la curiosidad del público hacia su persona hasta la actualidad.
En sus memorias también habla de sus romances y sus películas, de todo aquello que contribuyó a que sintiera que su vida había sido “afortunada y feliz”.
La actriz
En 1938 ya había revelado su sensibilidad expresiva había ganado un Óscar por Morning glory (1933). Pero su carrera, película a película, no despegaba.
Bringning up baby (1938), junto a Cary Grant y a las órdenes de Howard Hawks, fue un fracaso, inexplicable, de taquilla. En ella, Hepburn representa el suceso de sentirse libre en estado puro, frente a un hombre que carece de la dinamita que a ella le hace explotar, en una de las comedias más sagaces que se recuerdan.
Participaba en películas, pero no tenía el respaldo de las taquillas, así que Hepburn se convirtió en un “veneno de taquilla”, una lista de actores creada por las productoras cinematográficas en la que se incluían aquellos que menos dinero les proporcionaban (como, por extraño que parezca, Fred Astaire, Joan Crawford y Marlene Dietrich).
The Philadelphia Story (1940), no obstante, cambió el rumbo de su carrera. Tras representarla en el teatro, convenció al productor y magnate Howard Hughes, su amante, para que comprara los derechos de la obra, y la rodó su amigo George Cukor, con Cary Grant y James Stewart. Y fue todo un éxito.
Tras pasar a la Metro, la fortuna hizo que esta productora la emparejase con Spencer Tracy en Adam’s Rib (1949), también bajo dirección de Cukor, una ficción basada en un esquema que luego repetirían mucho: un marido y una mujer enfrentados en sus campos profesionales, ella empeñada en reconquistar una libertad que creía poseer aunque sentía que se le escapaba de las manos.
Dos años después rodó The African Queen, en la que gradúa, frente a Humphrey Bogart, su goteo interpretativo y muta serenamente, con suprema elegancia, de una mujer entrada en años, puritana y beata, a otra embarcada en las turbulencias de una vida plena y casi frenética.
Rodó más películas, fue la protagonista de otras joyas como Suddenly, Last Summer (1959), Guess Who’s Coming to Dinner (1967), The Lion in Winter (1968) o de On Golden Pond (1981), y su leyenda fue creciendo hasta su último film, Love Affair (1994), rodada diez años antes de su muerte, a los 96 años.
Siempre la persiguieron rumores sobre su homosexualidad, que se acrecentaron cuando rodó Sylvia Scarlett (1936), vestida de chico durante la mitad de la película. Vivió mucho tiempo con Laura Harding, su primera compañera, a la que seguirían otras, como la montadora Jane Loring, que casi siempre vestía con atuendo masculino.
Sedujo a John Ford –durante el rodaje de Mary of Scotland (1936), el director, con el que sostuvo un intenso idilio, abandonó el plató y le dijo a Hepburn que dirigiera ella misma– y Howard Hughes estuvo loco por ella.
Compartió 27 años de vida con Spencer Tracy, sin que aún sepamos muy bien qué clase de relación existió entre el casado, católico, alcohólico y torturado actor, y la arrogante y posiblemente bisexual intérprete.
Al final de su vida, en una entrevista con la periodista Bárbara Walters, Hepburn confesó que “Tracy nunca me dijo que me quería. Si lo dijo, no me acuerdo, aunque siempre fui reacia a creerlo. Vivimos de una forma muy abierta, nunca me molestó tener una relación con un hombre casado y tanto su mujer como yo vivimos ignorándolo mutuamente”.
Se retiró del lado de Tracy cuando la muerte de este era inminente: lo ingresó en un hospital y llamó a su mujer. Nunca visitó la tumba de su gran amor.
Ese temperamento indomable lo trasladó a los distintos órdenes de su vida; por ejemplo, a su manera de vestir, un punto revolucionaria para su época y en simbiosis con los personajes que encarnaba en la pantalla.
Halló en los pantalones caquis y los jerséis de cuello alto su guardarropa de diario, aunque los diseñadores más importantes de su época, como Hogard Greer, Cecil Beaton o Margaret Furse, hicieron creaciones para ella.
Acompañaba a los modistos para elegir los trajes de sus películas: camisas enfundadas en pantalones largos o vestidos vaporosos ceñidos en su cintura mínima.
“Cada vez que oigo a un hombre decir que prefiere a las mujeres con faldas le digo: ‘Ponte una, ponte una falda’”, decía la actriz, que influyó mucho en la percepción de la moda de los años 30.
Hepburn, la actriz que en vida recogió tantos elogios y despertó tanto interés, murió hace diez años y con ella se fue un rostro identificador del cine y una intérprete curtida.
“Bueno, yo soy yo, lo que se llama el poder en la sombra… Tu carácter. ¿No lo llaman así...? Yo gobierno esa nave que tú eres”, dejó escrito en sus memorias, como hilachas de su mundo interior.
Y George Cukor, su amigo, sentenció: “No se parecía a los años 30, sino a sí misma. Luego las chicas empezaron a imitarla, y la década se pareció a ella”.
El director de cine George Cukor, su amigo, sentenció de ella: “No se parecía a los años 30, sino a sí misma. Luego las chicas empezaron a imitarla, y la década se pareció a ella”.
Al final de su vida, en una entrevista con la periodista Bárbara Walters, Hepburn confesó que “Tracy nunca me dijo que me quería. Si lo dijo, no me acuerdo, aunque siempre fui reacia a creerlo. Vivimos de una forma muy abierta, nunca me molestó tener una relación con un hombre casado y tanto su mujer como yo vivimos ignorándolo mutuamente”.