El rey que abdicó por amor

Eduardo VIII, monarca de Inglaterra, conmovió al mundo cuando, como en un cuento de hadas, tras solo 325 días en el trono, lo dejó todo por la plebeya Wallis Simpson y, convertido en duque de Windsor, partió rumbo a la felicidad con su amada.

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Él, Edward Albert Christian George Andrew Patrick David Windsor, príncipe de Gales, de 37 años, era el soltero de oro de Europa: rubio, delgado, muy elegante, además de viajero, deportista y bronceado por mil soles, poseía un carácter extrovertido y jovial que lo hacían enormemente codiciado. Ella, Bessie Wallis Simpson, de 35, además de divertida, lista, ingeniosa y elegante, era una mujer enigmática, fuerte y diferente. Pero… ¡uf!, le sobraban los peros: divorciada, plebeya, estadounidense ¡y casada por segunda vez! Aunque no era especialmente bella, tenía los ojos azules, la piel clara, el cabello oscuro y una figura muy delgada, era dueña de una personalidad tan magnética que supo cautivar a un rey.

Cuentan que un día Eduardo le preguntó: “Usted, americana y habituada al confort, ¿no padece frío en nuestros castillos ingleses, desprovistos de calefacción central?”. Wallis lo miró fijamente a los ojos y le dijo desafiante: “Lo siento, sir, me decepciona usted. A todas las americanas que vienen a su país se les hace siempre la misma pregunta. Yo esperaba algo más original del príncipe de Gales”.

¡Ay!... esa respuesta fue la chispa que iniciaría el fuego de una gran historia de amor que haría temblar un imperio y que nada ni nadie lograría apagar. Acostumbrado a los retos, Eduardo tomó el guante con una sonrisa. Esa sinceridad arrolladora, una cualidad que, debido a su posición, rara vez encontraba en aquellos que le rodeaban, lo fascinaba. Fue verla y ¡zas!, el certero Cupido cumplió su cometido.

Pero ¿quién era esa mujer que se robó el corazón de un futuro rey? Bessie Wallis Warfield nació el 19 de junio de 1896 en Blue Ridge Summit, Pensilvania, EE.UU. Su padre, de buena familia de Baltimore, magnates de los ferrocarriles, tenía tuberculosis y falleció seis meses después del nacimiento de su hija.

Sumidas en el desamparo, la niña y su madre tuvieron que sobrevivir con una pequeña pensión que les pasaba el hermano rico de su padre. Ya en su adolescencia, como todas las jóvenes de su época, coleccionaba las fotos y recortes de prensa sobre el príncipe de Gales.

En mayo de 1916, Wallis conoció a Earl Winfield Spencer Jr., un piloto de la Armada de los Estados Unidos, con quien contrajo nupcias el 8 de noviembre de ese año. Pero este matrimonio estaba destinado a fracasar; los largos periodos de ausencia, el alcoholismo de su marido, y una serie de viajes por Europa y el Oriente asiático socavaron la relación. En setiembre de 1925, Wallis y su marido retornaron a su país. Dos años después, ya estaban divorciados.

Pronto, Wallis conoció a Ernest Aldrich Simpson, un angloestadounidense ejecutivo de transporte marítimo y excapitán de la Guardia Coldstream. Ernest, quien estaba casado y se divorció para casarse con ella el 21 de julio de 1928 en Chelsea, Londres.

Ya instalada con su marido en Inglaterra, Wallis conoció a la hermana de su amiga Consuelo Thaw, Lady Thelma Furness, amante del príncipe de Gales. El 10 de enero de 1931, Thelma le presentó a Eduardo, el hijo mayor del rey Jorge V y la reina María, y heredero al trono británico.

Tras ese encuentro, entre 1931 y 1934, el príncipe de Gales comenzó a buscar la forma de encontrarse con Wallis en todas partes. Hasta inventaba excusas para visitar la casa de los Simpson a cualquier hora. Intrépido, en la mente del príncipe no cabía el fracaso y, para diciembre de 1933, ya había conquistado a Wallis. Pronto, el rumor se propagó como reguero de pólvora y llegó a oídos de los reyes. En vano el heredero intentó negarlo ante su padre, había que rendirse a los hechos: Eduardo ya no era dueño de su corazón, ahora pertenecía a Wallis.

¿Se puede torcer el destino? Evidentemente, la fuerza del amor lo puede todo. A finales de enero de 1936, el rey Jorge V falleció y el príncipe de Gales ascendió al trono como Eduardo VIII. Contra todo consejo, ciego de amor, el nuevo rey, al día siguiente de su coronación, rompió el protocolo real y observó la proclamación de su subida al trono desde una ventana del palacio de St. James en compañía de Wallis… todavía casada.

Cuando el 27 de octubre de 1936 ella solicitó el divorcio, la Corte y los círculos gubernamentales levantaron sus antenas. ¡Hummm, con que el rey tenía intenciones de casarse con la plebeya! El primer ministro Stanley Baldwin le dijo bien claro: “No se puede casar con una divorciada. Si lo hace, tiene que abdicar”. Y bueno, los tragos amargos hay que tomarlos rápido y sin respirar. ¿No podía casarse con Wallis y seguir siendo rey? Bien, entonces la suerte estaba echada; había que cruzar el Rubicón: el 10 de diciembre de 1936, el monarca se rindió ante su amor y ¡abdicó!

El 3 de junio de 1937, Wallis y Eduardo cumplieron su sueño y se casaron en una íntima ceremonia a la que solo asistieron sus amigos más cercanos, 16 en total, en el castillo de Candé, Francia, prestado para la ocasión por un amigo de la pareja, Charles Bedaux. Ningún miembro de la familia real británica asistió a la ceremonia. Pero no importaba, obviaron al mundo, estaban juntos y su amor era suficiente. La novia se presentó con un elegante traje de crepé azul que destacaba su estrecha cintura, del diseñador estadounidense Mainchover. Un tocado de pequeñas plumas rematado por un halo de tul adornaba su cabeza. Como únicas joyas, usó una pulsera, regalo de Eduardo, y el anillo de bodas, engarzado con la renuncia al trono británico del ahora duque de Windsor. Pero el corazón tiene razones que la razón no conoce. ¡Y el amor de Wallis bien valía una corona!

La mayor declaración de amor

“Todos conocen los motivos que me han impulsado a renunciar al trono, pero quiero que sepan que al renunciar a mis derechos jamás olvido a mi país y al Imperio, que como príncipe de Gales y como rey he servido siempre fielmente.

Pero deben creerme cuando les digo que me era imposible, sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo, soportar la pesada carga de las responsabilidades y cumplir mis deberes de rey. Deseo, asimismo, que sepan que la decisión ha sido mía y solo mía. Era una cuestión sobre la que debía juzgar únicamente por mí mismo. La otra persona afectada de modo directo ha intentado, hasta el último momento, persuadirme de lo contrario”.

Así, Eduardo VIII, rey del Reino Unido, los dominios de la Mancomunidad Británica y emperador de la India, anunciaba a su pueblo que lo dejaba todo para casarse con su amada.

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