El dueño del alazán

La celebrada pieza musical Che renda alazán fue compuesta por un poeta sanmiguelino Silvestre Silva.

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Poeta y maestro rural, nació en la compañía Isla Tacuara de San Miguel, Misiones. Tuvo como musa inspiradora a Nilda Saturnina Insaurralde, una joven de Quyquyhó, a quien conoció en una fiesta patronal sanmiguelina. El artista quedó perdidamente enamorado de esta mujer, pero al estallar la Guerra del Chaco, tuvo que responder al llamado de las armas y fue al campo de batalla.Terminó la guerra y el romance se reanudó y cada fin de semana, Silvestre Silva cabalgaba hasta Quyquyhó para encontrarse con su amada, con quien se casó y tuvieron varios hijos y a quien dedicó la mencionada canción. Viudo, Silvestre Silva volvió a casarse con Genara Montiel, de Caapucú. Don Silvestre Silva fue un prolífico padre, llegó a tener 32 hijos. Como poeta, tiene registrada una treintena de piezas musicales.

Viaje rápido

Antiguamente, una manera de viajar de un lugar a otro, cruzando grandes extensiones de campo, era la conocida como “a escotero”. Era practicada especialmente en lugares donde no se tenía servicios de postas, o sea, establecimientos donde se podía cambiar de cabalgadura.El viaje “a escotero” lo hacían dos, tres o cuatro jinetes, acompañados por veinte caballos habituados a seguir a los que van montados; cuando, después, alguno de los caballeros ve que su caballo está fatigado, se apea, pasa la silla y los arreos para uno de los que vienen libres y sigue al galope tres o cuatro leguas; después toma otro, y así sucesivamente los va mudando hasta llegar a su destino. Los caballos cansados, aún teniendo que seguir a los otros, recuperan fuerzas, porque van libre de silla y de jinete.

Días escolares

H ace tantos años que muchos de nosotros habíamos abandonado las aulas de nuestras queridas escuelas, que ni siquiera tenemos idea de cómo son las cosas en la actualidad. Suponemos que muy poco ha cambiado. Lo que sí queda como vívida estampa son las paredes adornadas con retratos de próceres y estampas alusivas a alguna fecha importante. Luego de formar fila y cantar alguna canción patriótica o el Himno Nacional, se entraba a clase en filas y por orden de grado; se esperaba el saludo de la maestra, la que después pasaba la lista, a la que contestábamos con un “presente, señorita”.Luego de pasar jugando el Kindergarten -o preescolar- antiguamente, la vida
escolar se iniciaba en primer grado inferior con el trazado de palotes, rectos y oblicuos, hechos con lápiz. Luego venían los trazados de letras -siempre con lápiz-, comenzando con las vocales y siguiendo con las consonantes, deletreadas a viva voz. Tan viva que hasta se podían escuchar los ecos en ciertos días de las vacaciones.Del lápiz -y su fiel compañero, el sacapuntas o la más democrática hoja de yilé (Gillette)-, se pasaba a la tinta. Pero no era nada fácil, pues no eran los bolígrafos de ahora. Eran lapiceras de madera con una pluma de acero que había que alimentar con tinta “Pelikan”azul o negro, siempre decidida a mancharlo todo, desde la hoja blanca hasta el inmaculado guardapolvo.

Las clases... muchas de ellas, como las de castellano o de aritmética, eran verdadera tortura: verbos, sustantivos, sinónimos y antónimos, hipérboles y pleonasmos competían con sumas y restas, divisiones y multiplicaciones. Multiplicar.

La tabla de multiplicar... estaban las fáciles: las de 2, 3, 4, 5, 6, 10 y 11; pero las de 7, 8, 9 y 12... ¡Oh no!Pero estaba el salvador “ka’i guatᔠdebajo del pupitre, abruptamente cortado con una imperativa y farwesteriana orden: “¡Las manos sobre el pupitre!”. El más eficaz salvador de aquellas torturantes clases era el dulce y vivaz sonido de la campanilla que autorizaba la salida, que la hacíamos en tropel, aliviados de largas horas de tortura educativa.
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