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Ya en vuelo, todo estaba cubierto de nubes y otra vez nos dio bronca no ver el paisaje. Al rato anunciaron que íbamos a descender y nos llamó la atención que tan pronto hayamos cruzado los Andes. El ambiente jovial y las bromas no cesaban hasta que alguien dijo, "¿pero no estamos volando muy cerca de los picos?" Cundió la incertidumbre y el avión intentaba recuperar altura. Me agarré fuerte del asiento hasta que hubo un golpe. Me dije: "lo único que queda para adelante es ver si Dios existe". Ya me imaginaba que nos íbamos a estampar contra la montaña. Otros rezaban mientras la nave se fue deslizando hasta detenerse por tanta nieve. Sorprendido exclamé: "me salvé, no me morí!!! Cómo me pude haber salvado".
Estaba viviendo algo irreal, era como si la vida se había transformado en algo que no existía. Quise rebobinar y pensé que afuera estarían las ambulancias, los bomberos y que era una situación momentánea. Pero salgo y veo cómo a alguien que venía corriendo hacia mí se lo traga la nieve. No podía asimilar tal desolación ni que la naturaleza se mantuviera tan indiferente. Seguía nevando, como si nada.
Con Gustavo Zerbino, que también estudió algo de medicina, empezamos a ayudar. La noche nos tomó exhaustos y el frío empezó a apretarnos los huesos. Algunos deliraban y el piloto moribundo pedía agua y decía que "pasamos Curicó". Pensé que si el infierno de Dante existe en el mundo, debe ser esto. Sobrevivimos 29 al primer impacto.
El día después
El fuselaje se había convertido en nuestra casita. Comíamos un pedacito de chocolate, pero con los días el cuerpo pide más y la ropa se afloja. Para no tener frío desollábamos los asientos como si fueran vacas para utilizar la lana. Nos ubicamos unos frente a otros con las piernas debajo del de enfrente para que te diera calorcito. Cada tarde rezábamos el rosario y fuimos metiéndonos en la cabeza ideas positivas. Tratamos de sacar todo lo que paralizara y fuera triste. La familia, padre y madre estaban vedados.
No perdimos el sentido del humor, y hablando de comida alguien dijo "no vamos a comernos a los muertos". Otro respondió, "pero si Jesucristo en la última cena dijo tomad y comed que esto es mi cuerpo, por qué no?" En teoría podríamos hacerlo, porque en bioquímica aprendí que el cuerpo toma las proteínas y las divide en aminoácidos. Tampoco tendría problemas que me coman si muero, pero Carlitos Páez, en cambio, nos decía que no quería que nadie se lo comiera. Sin embargo, era el primero en comerse a los demás. (Risas).
Llegado el día, la boca no se quería abrir. Era algo irreal, donde las reglas de la Tierra no existen, donde estás humillado y sintiéndote un desgraciado. Pensé en el dolor de mi vieja si moría. En fin, estábamos en una sociedad donde vivir y morir no era nada más que circunstancial, en un ambiente totalmente errático e ilógico, absurdo. De noche delirabas, todo se torna surrealista y hay que tratar de mantenerse conciente, lógico y coherente.
Superado el trance, la comida se fue normalizando y los problemas eran otros. El no saber dónde estabas era lo más horrible. Si pasamos Curicó, como dijo el piloto, debíamos estar rodeados de supermercados. Pero hacia Chile teníamos una montaña gigantesca y hacia Argentina, El Sosneado con 5.000 metros. Algunos empezaron a hacer expediciones, pero la nieve era como arena movediza, lo que nos llevó a atarnos almohadones a los pies.
Durante el día se te queman los ojos porque nadie tenía lentes para nieve. Los inventamos cortando la visera del avión en cuadraditos que cosíamos con alambres. Con el elástico de la parte de los asientos donde ponés el periódico lo sujetamos a la cabeza.
El alud
A las 7:00 de la tarde del 29 de octubre yo estaba viendo si existía la telepatía para decir a mi familia "estoy vivo, búsquenme". En eso siento como un fogonazo, como un flash en la cara. Estaba totalmente inmóvil bajo un alud. El aire se acababa y empezaba a irme en una dulce sensación cuando Roy Harley me destapa. De los 19 que quedaron, muchos dicen haber visto el túnel, vieron pasar la juventud y toda la vida. Yo solo llegué hasta ahí, estaba 50 mil veces peor y no me daba lástima por los muertos, sino por mí mismo. El avión quedó medio metro bajo la nieve, y poder ver de nuevo el cielo azul fue maravilloso.
Teníamos ya la certeza de que debíamos ir a buscar a los helicópteros. Fue difícil porque las expediciones se cobraron tres vidas más. Pero mis compañeros me alentaron diciendo que, por más que el piloto haya errado por 70 kilómetros, al oeste estaba Chile. "Son 100.000 pasos en que tenés que pegarle a una vía férrea, a una carretera o un pueblito. Si podés andar eso estamos salvados".
El 12 de diciembre salimos con Nando Parrado y Vizintín rumbo a Chile. Caminamos dos días y parecía que estábamos en la misma distancia. Llevamos una bolsa de dormir hecha del equipo de aislación del avión. La cosimos con hilos de bobina y agujas del equipaje de las mujeres. En el trayecto, encontrar un lugar de 2 x 2 para dormir era lo difícil. Todo parecía sostenido por un alfiler. Se cae una roca y caía todo. Cuando hallamos el sitio y todo calmó, salieron la Luna y las Tres Ma-rías. Sentía que desde mi casa también las estaban viendo como en un espejo. Celebramos con una botella de ron que sacamos de la cola del avión. Pensé: dos horas atrás me estaba muriendo y ahora la montaña se ve gloriosa, el valle todo blanco, la Luna iluminando. Me sentía dueño del mundo en ese lugar.
Andando más, creímos haber llegado a la cima, pero la cima estaba donde el destino quería. Estábamos altísimo cuando vi en el lado argentino dos caminos. Mis compañeros insistían con seguir hacia Chile. Decidimos continuar solo dos (Nando y Canessa) para hacer más lugar en la bolsa y ahorrar provisiones. Vizintín regresó al fuselaje.
Nos hacíamos de la idea que íbamos mirando vidrieras sacando de la mente a las personas. Así llegamos a una laguna helada y a un valle donde vimos que entraba luz después de las 5 de la tarde cuando todo debía estar a oscuras. Al otro día, terminamos de pasar la nieve y había pasto. Fue el mejor lugar del mundo.
Bajando al valle, encontramos una lata de caldos Maggi. Le dije a Nando que por allí pasó alguien y responde "lo habrán tirado del avión". Le digo, "sí, abrieron la ventanilla y la arrojaron". Es típico que cuando uno es positivo el otro es negativo. Encontramos arbustos e hicimos fuego. Luego bordeamos un río que no podíamos cruzar. De repente, al otro lado, vimos un jinete. Yo estaba acabado porque había comido mucha pasta de dientes por el azúcar y como tenía leche de magnesio me dio una diarrea colosal. El arriero pensó que éramos alpinistas extraviados y nos gritó "mañana". Esa noche montamos guardia para dormir por turnos.
Al día siguiente regresó y nos pasó bolígrafo y papel en el que escribimos quiénes éramos y fue por ayuda. Después ya vino el rescate y toda la prensa. Y así pasamos de los miserables de los Andes a ser los héroes, sin buscarlo ni haberlo imaginado nunca. Fuimos un regalo de aquella Navidad para nuestros padres.