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Un tendal de ropas expuestas al sol en cualquier resquicio a cielo abierto. Empinadas escaleras y balcones, vestigios de lavaderos que dan al vacío. Oratorios dedicados al Divino Niño, San Expedito y Gauchito Gill, casi siempre con velas encendidas y muchas flores de plástico. Braseros con humeantes pucheros y mandioca que se van cocinando.
En fin, un contraste de colores y personajes que tienen una historia para contar.
La vida de los pobladores se entrecruza entre dos sentimientos contradictorios a los que hay que acostumbrarse. Una faceta marcada por el sacrificio para sobrevivir en medio de la gran ciudad, en la que están como invisibles, y otra en la que el estigma la ha bautizado como “el lugar donde el diablo perdió su poncho”, en el que nadie quiere entrar.
“Sin embargo, se mueve...”. La vida sigue su rutina entre el trabajo en el Mercado 4, algunas instituciones públicas, las profesiones libres y la preparación de empanadas o tortillas.
Doña Cristina Bernal de Ferreira (73) llegó a ese sitio desolado desde Guarambaré con su madre, quien venía a trabajar en el mercado de Dos Bocas. Eran cinco hermanos, y ella tenía tres años. Vinieron al fragor de la revolución de 1947, quizá huyendo de las penurias que dejó en el interior la pelea fratricida.
Su hermana Sergia Sanabria Bernal (76) dice haber venido a los 13 años. Comparten el apellido materno, porque Cristina no fue reconocida por el padre.
En sus memorias recorren las imágenes del lugar, que era un gran baldío, en el que paraban las carretas y burreras. “En esa época venía aquí para vender mandioca. Las burreras traían leche en tarros. Vinimos con mamá, quien se instaló en un puestito. Yo crecí aquí, me casé y también me quedé. Tengo cinco hijos y un nieto que estoy criando”, cuenta doña Cristina, mientras muestra un colador enlozado con tortillas, milanesas y empanadas que prepara a diario para vender.
“Mis marchantes entran hasta aquí para comprar sin problemas. Antes había muchos maleantes, pero ahora se acabó. Los que arman el quilombo vienen de otro lado. Mi mamá siempre se quejaba, más que nosotros”, comenta.
Ella es una de las encargadas de la Virgen Natividad de María, traída de Guarambaré. Muestra el impecable vestido de la Santa Patrona, que comparte la mesa del televisor e imponente equipo de sonido en una habitación de varias camas.
“Le hacemos su procesión cada 8 de setiembre y la llevamos hasta la parroquia de San Miguel Arcángel. Hacemos chocolatada y comida para los niños”, sigue relatando. Anteriormente, el sacerdote llegaba hasta allí cuando el tráfico era menos intenso y la gente más devota.
Siempre sentada en un sillón de cables, soleándose, está doña Eustaquia Trigidia Pesoa (83), quien recuerda que llegó a los 14 años desde Ypané, reafirmando la versión de que en el lugar solo existían unas ocho casas, y allí acampaban los burros y carretas.
“Esta es una zona tranquila. Pasa que viene gente de afuera que roba los celulares en el mercado y usa el pasillo para salir a la otra calle. Toda la gente aquí es trabajadora. A nadie le van a encontrar en la cama después del amanecer”, replica Cipriano Monges (53).
Su abuela y su madre fueron también las primeras pobladoras que llegaron al lugar, cuando los pasillos eran aún de barro y las casitas de materiales precarios. “Vinieron de Itá. No sé qué vendían, pero vendían algo”, enfatiza este hombre que se dedicaba a tareas en un taxi carga, pero ahora tiene problemas de vista.
Los pasillos no tienen nombre, pero los pobladores suelen bromear diciendo: “Esta es Azara y esta otra es General Díaz” e insisten en que el nombre del barrio es San José.
En el corazón del triángulo, entre las hacinadas viviendas, hay un pequeño patio con un vallado de alambre tejido que hace de tendedero comunitario.
Anteriormente, incluso, había misas en el lugar, pero las parroquias de San Miguel Arcángel y Salesianito prefieren que la gente acuda a los templos ante la escasa concurrencia a las capillas circundantes.
Ceferino Benítez (55) nació en Añareta-í y es el actual presidente de la comisión vecinal. Su madre vino de Villarrica cuando tenía 19 años, tenía un barcito y una despensa que se llamaba Guaireña, y se conocía en todo el barrio.
El sector capitalino está delimitado por las avenidas Próceres de Mayo, Rodríguez de Francia y la calle Ángel Iribas, en Dos Bocas. En ese triángulo existen 72 casas, con una población de 600 personas, entre las cuales hay un centenar de niños, dice Ceferino, al destacar que la capillita se usaba antes como jardín y preescolar. Ahora está un tanto abandonada, pero presentaron un proyecto a la Municipalidad de Asunción para crear un centro comunitario y salón multiuso en donde los niños puedan asistir y los vecinos puedan realizar festejos o celebraciones familiares.
Los pobladores buscan superarse con trabajo y estudios, como Óscar Genes (41), quien se dedica al rubro de la confección y estudia Derecho. Corrobora que mucha gente extraña es la que trae problemas y acude al lugar para sus fechorías, y esto hace temer a los visitantes.
Frente a su casa tiene un oratorio destinado a San Expedito, devoción que trajo de la iglesia de Balbanera en Once, Buenos Aires, y da vivos colores de verde y rojo al pasillo.
Ceferino Benítez dice que Añareta-í se trataba de una propiedad fiscal que había sido donada por el señor Ángel Iribas a la Municipalidad de Asunción. Como mucha gente pudiente compraba los terrenos aledaños, los ocupantes que habían venido del interior y estaban en las inmediaciones se instalaron en el lugar, y conformaron el barrio cruzado por dos pasillos que luego se unen y forman como un embudo. Dos entradas sobre Rodríguez de Francia y una sobre Próceres de Mayo.
Según Osvaldo Kallsen, en su libro Asunción y sus calles, el señor Ángel Iribas era un “caracterizado comerciante español de las primeras décadas del siglo XX. Donó a la municipalidad un terreno con la condición de ser destinado a plaza o escuela, hoy llamada Aña Reta-i”.
Iribas se habría dedicado al rubro del hielo y la cervecería a través de Iribas y Cía., junto con Schaerer, en la zona de Puerto Margarita (Sajonia) y tenía grandes extensiones de tierra en los alrededores de Asunción, incluyendo Dos Bocas, según datos recabados por Luis Verón.
En un reportaje publicado por ABC Color, el 25 de junio de 1968, bajo el título “Añareta-í: un mundo extraño olvidado hasta de sí mismo”, se menciona que el nombre del barrio equivale a “infierno chico” con gente que trata de sobrevivir. Se habla de una expropiación del lugar para la construcción de un monoblock para obreros y personas de escasos recursos.
El texto describe que al lugar se entraba “zigzagueando entre los senderos de tierra y barro” para llegar hasta una de las casas, en la que los miembros de la familia eran siete, como parte de un recorrido en el que el blanco de las quejas era la Comuna capitalina, una entidad “abstracta” para los pobladores. “En pocas palabras, todas ellas en guaraní, nos hizo la crónica gris de una vida sin perspectivas de ninguna clase, postergada y arrinconada entre los ranchos y senderos de Añareta-í”.
El reportaje causó escozor por la cruda realidad que presentaba. Al día siguiente, una réplica de la Municipalidad de Asunción daba cuenta de que el barrio se llamaba San José y no Añareta-í, y mencionaba la existencia de “73 casas con 400 habitantes más o menos, de los cuales, 175 corresponden a niños de corta edad”.
Al citar sus realizaciones en el sector, la intendencia decía que daba asistencia médico-odontológica gratuita a los pobladores: “Los doctores Sarubbi y Rubén Giovine, más un cuerpo de enfermeros, visitan diariamente Aña Reta-í. Además, una camioneta de la municipalidad llega diariamente para recoger a los pacientes que necesitan atención odontológica, en número de 10 por día, aproximadamente”, para llevarlos al Policlínico Municipal, entonces recientemente creado en el Parque Caballero.
También cita que “en cuanto a la atención moral y religiosa, todos los sábados por la tarde, el padre Mañero, de la parroquia de San Miguel Arcángel, llega hasta el lugar para hablar con los pobladores, quienes, de esta manera, no se encuentran huérfanos del consuelo religioso”.
Por demás, la comuna a cargo del Gral. Manuel Brítez dice que dotó de “ocho postes de luz eléctrica con focos de 500 bujías” y cuatro canillas de agua corriente de Corposana, para aclarar la frase de “sin pan, sin luz y sin esperanza”.
El padre José Zanardini era quien realizaba las misas en la capillita del barrio a inicios de los 80, década en la que la propiedad iba adquiriendo mucho valor y era reclamada por Víctor Samaniego, quien, incluso, había iniciado una demanda contra los pobladores y propuso vender el asentamiento para distribuir el importe entre ellos en un 50 %. Se desconoce en qué terminó aquello.
El oficial primero Éder Morínigo y el suboficial Enrique Paredes, asignados a la zona del Mercado 4, refieren que el sector, más bien, es utilizado por ladrones de celulares, quienes normalmente vienen de Cambala y Republicano, descuidan a los usuarios e ingresan a los pasillos para escabullirse hacia otro lado. Como los afectados no quieren ingresar allí, acuden a la Policía cuando ya se han esfumado del sitio.
No obstante, la inseguridad y conflictividad que existía en el sitio se han reducido bastante, y el temor hacia Añareta-í es un estigma que los pobladores quieren borrar mostrando que son gente humilde, de bien y trabajadora.
Fotos: ABC Color/Claudio Ocampo/Silvio Rojas.