Cargando...
De ahí que los altares, oraciones y ritos que se celebran en las distintas culturas y religiones tienen muchos rasgos comunes, como el de ahuyentar al mal y convocar al bien, lo mismo que la purificación y dramatización de la cosmogonía. Según antiguas tradiciones, el año nuevo -cuya fecha es distinta para los hebreos, mayas, árabes, chinos e hindúes- viene influenciado por los astros y la buena estrella de los siguientes doce meses dependerá del comportamiento correcto de los primeros doce días. Todo cuanto se haga el primer día influirá sobre enero, las acciones del segundo día repercutirán en el mes de febrero y así sucesivamente. Por consiguiente hay que vivir, pensar, sentir y comportarse correctamente por lo menos durante los doce primeros días para establecer una base inteligente, luminosa, gracias a la cual los doce meses del año quedarán influenciados, determinados por el bien.
Otra de las costumbres que poco a poco adoptamos es la de comer doce uvas -símbolo de prosperidad para los griegos, romanos y en general todos los pueblos mediterráneos- al sonar las doce campanadas que anuncian el paso de un año a otro. Si se consumen en su totalidad la suerte será buena y en caso contrario nefasta. Algunos llenan maletas con ropa y cruzan con ellas el umbral de la casa para asegurar viajes durante el año; otros tiran monedas fuera de la puerta y las arrastran con una escoba al interior de la casa, guardándolas cuidadosamente durante todo un año para que nunca falte el dinero. En los últimos años cobró auge vestir de blanco o usar ropa interior roja, color asociado universalmente con la vida y la pasión, para asegurar una vida sexual plena durante todo el año.
La permanencia de estas costumbres, cuyos orígenes hallamos en Roma e inclusive en Mesopotamia, nos hablan de cómo el mundo moderno, supuestamente racional y ajeno a toda tradición, siente anhelo por lo sagrado. Hasta el más indiferente ante las cuestiones espirituales participa por las razones que sean (sociales, laborales, familiares) en celebraciones de Año Nuevo, va a orar al templo o hace planes y proyectos para ser cumplidos en el ciclo que comienza -bajar de peso, ahorrar, terminar estudios, cambiar de trabajo, comprar computadora, coche o casa, casarse o divorciarse- o tiene al menos la vaga esperanza de que hay como un "borrón y cuenta nueva" a partir del primero de enero. Es la necesidad humana por descubrir lo divino enmascarado en los ciclos de la naturaleza. Como en las antiguas civilizaciones, deseamos fervientemente que las fuerzas del orden cósmico venzan a las fuerzas del caos y que Nicanor -nombre de origen griego que significa el victorioso- nos guíe a la victoria, derrote a los corruptos y salgamos a flote. Aunque la modernidad pretenda ignorar la necesidad de una renovación espiritual en año nuevo, el ser humano, prisionero de lo cotidiano, busca ordenar su vida frente a la incertidumbre y al desorden político, social, económico, ético, mental, etcétera, y anhela comenzar nuevamente desde cero. Por eso, al sonar las doce campanadas brindamos esperanzados en delicadas copas de champaña o en modestos vasos de plástico y deseamos "Año Nuevo, vida nueva". ¡Felicidades!
Otra de las costumbres que poco a poco adoptamos es la de comer doce uvas -símbolo de prosperidad para los griegos, romanos y en general todos los pueblos mediterráneos- al sonar las doce campanadas que anuncian el paso de un año a otro. Si se consumen en su totalidad la suerte será buena y en caso contrario nefasta. Algunos llenan maletas con ropa y cruzan con ellas el umbral de la casa para asegurar viajes durante el año; otros tiran monedas fuera de la puerta y las arrastran con una escoba al interior de la casa, guardándolas cuidadosamente durante todo un año para que nunca falte el dinero. En los últimos años cobró auge vestir de blanco o usar ropa interior roja, color asociado universalmente con la vida y la pasión, para asegurar una vida sexual plena durante todo el año.
La permanencia de estas costumbres, cuyos orígenes hallamos en Roma e inclusive en Mesopotamia, nos hablan de cómo el mundo moderno, supuestamente racional y ajeno a toda tradición, siente anhelo por lo sagrado. Hasta el más indiferente ante las cuestiones espirituales participa por las razones que sean (sociales, laborales, familiares) en celebraciones de Año Nuevo, va a orar al templo o hace planes y proyectos para ser cumplidos en el ciclo que comienza -bajar de peso, ahorrar, terminar estudios, cambiar de trabajo, comprar computadora, coche o casa, casarse o divorciarse- o tiene al menos la vaga esperanza de que hay como un "borrón y cuenta nueva" a partir del primero de enero. Es la necesidad humana por descubrir lo divino enmascarado en los ciclos de la naturaleza. Como en las antiguas civilizaciones, deseamos fervientemente que las fuerzas del orden cósmico venzan a las fuerzas del caos y que Nicanor -nombre de origen griego que significa el victorioso- nos guíe a la victoria, derrote a los corruptos y salgamos a flote. Aunque la modernidad pretenda ignorar la necesidad de una renovación espiritual en año nuevo, el ser humano, prisionero de lo cotidiano, busca ordenar su vida frente a la incertidumbre y al desorden político, social, económico, ético, mental, etcétera, y anhela comenzar nuevamente desde cero. Por eso, al sonar las doce campanadas brindamos esperanzados en delicadas copas de champaña o en modestos vasos de plástico y deseamos "Año Nuevo, vida nueva". ¡Felicidades!