A la sombra del padre Maíz

Rosa Isabel Maíz es decendiente del legendario padre Francisco Fidel Maíz. El grado de parentesco se le ha esfumado en el tiempo al igual que los pocos recuerdos materiales que alguna vez llegaron a sus manos. Nacida en Arroyos y Esteros, acaba de cumplir 94 años pero no ha perdido las ganas de luchar por sus ideales. Asegura que desde joven ha sido revoltosa y luchadora social. Su afinidad con los comunistas la ha llevado a refugiarse bajo una carpa en Clorinda y ver desterrados a sus hijos.

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“Somos parientes del padre Francisco Fidel Maíz, con quien en un momento dado estábamos todos juntos en la chacra y el caserón que ocupaba una cuadra completa en Arroyos y Esteros”, relata Rosa Isabel Maíz mirando muy lejos en el pasado. Es que su tío Fidel, como lo llamaba -aunque no recuerda si era hermano o primo de su padre-, falleció en 1920 y lo enterraron en el camposanto de su pueblo, frente a la cruz mayor, cuando ella tenía apenas 9 años. Para Rosita aquel religioso siempre estuvo presente en su vida al igual que la arbitrariedad política y el pensamiento rebelde sumado a las persecuciones políticas.

Ganada hoy por las canas y las lagunas que se forman en la mente, remonta hasta con nostalgia aquellos días. Por fortuna, ha tomado la precaución de llenar dos cuadernos de su puño y letra con la esperanza de que lo vivido no se perdiera y alguna vez fuera publicado. Su caligrafía y cada página van reflejando el paso de los años. Los trazos, las anotaciones sueltas o las acotaciones al margen irradian que, pese a que no ha podido terminar el primer grado, en su época se aprendía a leer y escribir para defenderse en la vida. Rosa ni siquiera pudo terminar la primaria, pero al menos puede contar una historia. Primeros años Rosa Isabel nació el 3 de setiembre de 1911 en la compañía Isla Guazú de Arroyos y Esteros. Su madre, Felipa Martínez, era modista, y su padre, Juan José Maíz, era chasque del Estado que llevaba diarios y cartas a las estancias “San Emilio”, “La Josefina” y “San Rafael” en lo que era Santo Cué, hoy Juan de Mena, en Cordillera.

Los primeros años de su niñez los vivió junto a unas pupilas, todas estudiantes, del pa’i Fidel Maíz. “El era maestro, sacerdote y pintor con una cantidad de alumnos y parientes que vivían todos en ese caserón. A todos nos hacía levantar muy temprano porque teníamos que rezar el rosario y después las siete palabras. A las 6 de la tarde nos hacía repetir la oración del huerto.

En fin, era un rezar y rezar diario, sin perder de vista un solo día, hasta que falleció este tío y todos se desbandaron. Sólo recuerdo que lo enterraron frente a la cruz mayor. Luego todos empezamos a desparramarnos por allí”, rememora.

Sin embargo, cada cual conservó en la sangre la rebeldía del padre Maíz, que había tenido la osadía de oponerse a que Francisco Solano López tuviera los poderes absolutos de su padre y cayó presa de la tiranía de entonces.

Tras el fallecimiento del sacerdote, el caserón quedó intacto con toda la riqueza que guardaba en su interior: imágenes de santos ataviados con alhajas de oro, entre los que sobresalían una Virgen de las Mercedes, un niño naciente grande y un crucifijo enorme. “No sé qué pudo haber pasado con todo eso. Cuando murió tío Fidel, tantos abogados de Asunción se presentaron para la sucesión. Mi padre, Juan José Maíz, era un hombre completamente desinteresado que creía en la propiedad, de palabra nomás, como antes, no se interesó en preservar con documentos. Al final, nos quedamos sin nada”, cuenta la anciana, alojada hoy en Trinidad en la casa de uno de los hijos.

Años después, Rosa sólo había recibido en herencia un hermoso álbum que había recuperado una de las hermanas. Asegura en sus borrosos apuntes que contenía fotos del mismísimo Mariscal López y su padre don Carlos. También le entregaron un compendio de la vida de su tío en el que este cuenta la historia de Madame Lynch, el Mariscal López y Pancha Garmendia. Todo quedó en Buenos Aires, en una de las tantas idas y venidas tal vez, o durante un incendio que por poco acabó con todos.

Juventud

Sin la guía espiritual del padre Maíz, la vida de sus protegidos había cambiado radicalmente. Sin embargo, había aparecido otro benefactor llamado Emilio Aceval, presidente de los liberales, cuyo único hijo, llamado también Emilio, había ido a estudiar a Alemania.

“Entonces tomó cariño con mi familia y ofreció trabajo a mis padres como encargados de su estancia ‘La Josefina’. Eramos diez hermanos. Entrábamos en la escuela pero a mí poco o nada me importaba, hasta que don Emilio pidió a mi madre que me trajera hasta Asunción a cargo de una noble familia. Antes de un año ya busqué la forma de hacerle saber a mi madre que vivía muy oprimida. Pero no era cierto.

Yo inventé nomás de malita que era. No tardó en venir a buscarme”, asegura. “Yo era muy cabezuda y de terrible luego no terminé la escuela pero aprendí a escribir”, dice la nonagenaria con una pícara sonrisa al recordar las travesuras de antaño, que antes que infundirle temor, le dieron más ímpetu.

“Siempre jugaba con fuego”, añadió. Un día pidió a su hermano que fuera a robar del tatakua la chipa que estaba haciendo su madre. Mientras ella dirigía el operativo, “metió la pata” detrás del tatakua en el hueco donde se depositaba el carbón encendido. “Se me quemaron hasta las uñas, pero lo tenía bien merecido”, se regaña a sí misma.

En otra ocasión, “metiendo la cuchara” en una olla hirviente de locro se derramó toda la comida sobre el pie. Corrió a meterse al río Manduvirá y los pescaditos terminaron de curarla mordiéndole en la parte lesionada. “No sé cómo salí caminando”, reflexiona.

Luchadora

Toda esa energía de infancia Rosa llevó hacia las luchas sociales y revoluciones que años más tarde tuvieron lugar en Asunción. No había manifestación en que ella no estuviera presente ni revuelta que le fuera ajena.

Su matrimonio en 1931 con Esteban Cabrera Galeano, un marinero del barco que hacía los viajes entre Asunción y Arroyos Esteros, no le cambió la personalidad combativa. Al contrario, avivó sus ansias de lucha inspirándose en su tío Fidel, un perseguido, y su padre, don Juan José Maíz, que sirvió al Estado durante 30 años, sin que tuviera recompensa alguna. “El no tuvo jubilación. Nosotros teníamos que luchar al lado de nuestra madre haciendo todo tipo de rebusque.

La gente que vive sin recursos sólo encuentra la abundancia en la naturaleza y las chacras”, según reflexiona en sus escritos. A poco de casarse, cuando apenas había tenido a su primer hijo, el marido debió partir hacia el Chaco al desatarse la guerra con Bolivia. “Se despidió de nosotros una noche antes haciendo bromas.

Nos preparamos para venir en el barco Tesorito desde el puerto de Naranjahai (Arroyos y Esteros) hasta Asunción para despedirlos con pañuelo blanco”, recuerda. Para Rosa, la guerra fue un duro golpe. Uno de sus hermanos cayó en combate en presencia de su marido, quien quedó muy afectado y decidió escapar del frente. Entretanto, su pequeño hijo de tres años cayó a un pozo y se ahogó con una rosa roja en la mano. Cuando el padre volvía sorpresivamente a Arroyos y Esteros con una vaquita para regalar al niño, ya no lo encontró. Y aquello fue una verdadera “lamentación”.

“Yo después le reproché por qué dejó el campo de batalla, que esa era su misión, y él me respondió que no quería matar a un hermano boliviano y se echó a llorar. El ya pensaba así y poco después ya no hubo dudas en qué andaba metido (con los comunistas)”, dice mientras se le enjugan las lágrimas.

Esteban Cabrera logró luego conseguir una evacuación y pronto pasó a formar parte de las luchas clandestinas. Luego de la Revolución de 1947, de la que el hombre participara activamente y le valiera el confinamiento al Chaco, Rosa tuvo que refugiarse bajo una carpa en Clorinda y arreglárselas como podía para criar a sus diez hijos. Pero en medio de todos los avatares de la vida y el destino, Rosa nunca olvidó al padre Maíz y como sobrina se consideró siempre una revolucionaria. “Yo siempre fui una reaccionaria porque era la única forma de que nos escucharan y nos dieran la libertad”, señala.

Revoltosa en Asunción

Cuando Rosa Isabel Maíz ya era una mujer hecha y derecha y se vino a Asunción, se quedó a vivir en casa de una hermana en la Chacarita. Trabajó primero en la tienda de sombreros de don Cinesio Benítez, sobre la calle 25 de Mayo. “Al primer mes me dijo don Cinesio que en vez de cobrar agarrara un sombrero de mujer, el que yo quisiera. No sé cómo acepté y fui llegando a lo de mi hermana.

Ella me repuntó de la casa para que lo devolviera y pidiera el dinero porque el sombrero no íbamos a comer, me dijo”. Luego pasó a la caramelería “La Moderna”, ubicada detrás del Banco de la Nación Paraguaya, donde trabajaba envolviendo caramelos.

Otro trabajo que tuvo fue retirar de “Villalonga” ropas de verdeolivo cortadas para coser. “Yo era aprendiz porque supe coser cuando mamá descuidaba su máquina y yo cosía la ropa de muñecas”, recuerda. Luego ya se interesó más por las luchas sociales y los derechos de los trabajadores que por las actividades laborales. “Cuando una vez vi que una chipera vendía chipas con panfletos de convocatoria a una asamblea, yo me presenté de puro metida. Con ellos aprendí que toda la carne iba a Corea mientras nosotros nos quedábamos a lamer huesos aquí. De metida empecé a frecuentar todas las reuniones y activé con ellos”, recuerda.

¿Quién fue el padre Fidel Maíz?

El padre Fidel Maíz fue el testigo de todo un siglo de la historia paraguaya, fielmente registrado en su obra "Etapas de mi vida", escrita a los 89 años y publicada a los 91 años, un año antes de su muerte. Vivió una de las épocas más fructíferas de la historia nacional. Nació en 1828 en Arroyos y Esteros en plena dictadura francista. Estudió en la Academia Literaria fundada por Carlos Antonio López, a quien asistió con la santa unción a su muerte.

Fue compañero y amigo, desde la adolescencia escolar con Francisco Solano López, pero conociéndolo muy bien, cuando este fue ungido presidente de la República en 1862, Fidel Maíz propugnó por una apertura constitucional, lo cual le ganó su enemistad y fue víctima de su tiranía. Durante la Guerra contra la Triple Alianza recupera la amistad del Mariscal y lo acompaña desde Paso Pucú hasta Cerro Corá. Fue llevado preso a la Corte Imperial Brasileña. Excomulgado, se embrolló en un litigio religioso que le ganó el rechazo y la antipatía de no pocos.

En 1878 fue absuelto de censuras por la Santa Sede y aceptó por nueve meses ser párroco de La Encarnación en Asunción. Luego se recluyó durante 40 años en su pueblo, donde practicó el apostolado del templo y la escuela. Tres presidentes de la República en la posguerra lo llamaron para inaugurar la transmisión de mando. Murió en su pueblo natal en 1920.

Exilio y algo más

La sobrina del padre Fidel Maíz volvió de su refugio en Clorinda en 1954, época en que su marido consiguió trabajar de “embarcadizo”. Rosa pronto reinició sus luchas de otrora contra la dictadura y cinco años después ya había embarcado rumbo a Buenos Aires con sus hijos a bordo del Cuyabá.

Esteban Cabrera prácticamente vivió en el barco y, según cuenta su esposa, allí “se jubiló” hasta morir en 1978 cuando varios de sus hijos estaban presos en Investigaciones acusados de guerrilla, víctimas del Operativo Cóndor.

Dos de los hijos Cabrera Maíz, Esteban y Lidia, fueron secuestrados en Puerto Yguazú (Argentina) y estuvieron desaparecidos. Valentín se refugió en España y desde allí pidió auxilio para sus hermanos. Doña Rosa recurrió a todas las organizaciones internacionales para que aparezcan vivos o muertos. La presión fue tan grande que el dictador Stroessner se vio obligado a entregar a los jóvenes a una organización internacional y luego se refugiaron en Suiza.

Cuando cayó la dictadura volvieron a su terruño y con ellos Rosa Isabel Maíz, la luchadora que heredó las garras del padre Fidel Maíz. A inicios de setiembre celebró su cumpleaños número 94 rodeada de los que pudo reunir esta vez.
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