Cargando...
Así como cualquier presa huye de su depredador, los instintos humanos, al sentir indefensión argumental, nos hacen responder con afrentas como último recurso. No puedo asegurar que las afirmaciones anteriores sean válidas, porque es evidente que algunas circunstancias reclaman el uso de una blasfemia bien dicha. Por ejemplo, el autoaumentazo que se mandaron los legisladores.
Lea más: Apego a la grosería
En casos así, una buena carajeada es útil como medio de escape, no solo para superar la sensación de ninguneo y abuso, sino también como un proceso liberador, quizás curativo. Incluso, hay un estudio de la Universidad de Keele (Reino Unido), según el cual decir groserías puede aumentar la resistencia al dolor, cuando nos caemos, tropezamos o golpeamos. Dirigió la investigación el profesor de Psicología Richard Stephens, quien pidió a 64 estudiantes voluntarios que metieran una de sus manos en un recipiente con agua muy helada, y que resistieran lo más posible, mientras repetían una misma palabrota de su elección. A continuación, les pidió que repitieran el mismo experimento, pero esta vez usando una palabra común.
El resultado fue que los estudiantes resistían una media de 2 minutos cuando empleaban términos groseros, y una media de un minuto y quince segundos cuando no lo hacían. Esto sugiere que, el efecto de reducción de la sensación de dolor tiene que ver con que las palabras gruesas desatan lo que se define como reacción natural lucha-huida.
Lea más: La comida y el amor
Es un hecho innegable que hoy en día las groserías están, en gran medida, incluidas en el habla coloquial de casi toda la gente. Tal vez ahora existe un relajamiento lingüístico-moral, porque en época de nuestras abuelas, se relacionaba el mal hablar con la miseria de las clases bajas. Si alguien decía boludo en público, le miraban despectivamente, se le tachaba de badulaque, vulgar o, en el mejor de los casos, ignorante. Hoy en día prácticamente toda la juventud, incluso gente snob, utiliza este vocablo, pero sin las implicaciones clasistas que antes tenía.
El estudio de la Universidad de Keele advierte de que es importante no malgastar munición: “Quien quiera utilizar el efecto de reducción del dolor en su beneficio, debe limitar el uso de este lenguaje en el día a día. Decir palabrotas es un lenguaje emocional, pero si se emplea en exceso se pierde su vínculo emocional”, concluye.
Por último, esta columna no censura ni pide que se le despida a nadie por el uso exagerado de palabras soeces, mi estimado, estimada. Simplemente solicita, por piedad, que no se abuse del lenguaje soez, para resguardar la salud de oídos inteligentes y refinados.
carlafabri@abc.com.py