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Eloísa Baruja (64) nació en Asunción y creció en Fernando de la Mora. Con su hermana Lidia Baruja (57) se dedican al oficio de la zapatería, trabajo que aprendieron desde muy pequeñas en el taller de su papá. Si bien son seis hermanos y todos pasaron por la zapatería, solo ellas son quienes perseveran en ello hasta hoy.
“Los muchachos cambiaron de trabajo. Se dedican a otras cosas, buscando algo mejor, porque la zapatería ya no da para mantener una familia. Por todo lo que está viniendo de importación, de Brasil y otros lugares, a precios muy bajos”, cuentan.
En varias ocasiones deben hacer composturas de G. 45.000 en un zapato que solo costó G. 25.000, porque no son de la misma calidad que uno hecho a medida y con materiales de calidad como los que ellas utilizan. “Se pone una sola vez y ya está. Pero, ¿qué vamos a hacer? La gente compra lo económico. No importa si usa solo una vez”.
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Las hermanas cuentan que su papá trabajó en la Argentina, donde aprendió los pormenores de esta profesión. Recuerdan que el mismo se dedicaba a hacer mocasines y otros zapatos de vestir para hombre, de charol para la policía, botines y otros modelos masculinos.
Ambas confiesan que en un comienzo no fue por gusto, sino que, llegadas a los 12 años, era una norma en casa que empezaran a conocer el taller del padre: “Mi papá me traía y me hacía sentar a la máquina para aprender a coser”. Cuando se pudo agrandaron la casa y los hermanos trabajaron juntos y salieron adelante gracias a esta labor. “Era grande nuestra zapatería, con muchas máquinas. Y hacíamos todo el proceso, desde el diseño, cortar el cuero, coser en la máquina”.
Explican que es muy importante saber qué clase de cuero usar para cada calzado, saber armar por la horma, hacer las terminaciones. Hoy en día, lo que más hace Lidia son calzados para damas. Vende a profesoras, hace para uniformes, etc. También se dedican a hacer zapatos ortopédicos, un trabajo muy delicado, pero que a Eloísa le trae mucha satisfacción. “Algunas veces digo que voy a dejar de trabajar, pero mis clientes me obligan a estar bien. Eso me levanta la autoestima, porque mi trabajo gusta a mis clientes y son fieles”.
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Entre algunas rarezas, comenta que suele hacer zapatos de talles especiales, por ejemplo para personas que calzan diferente de uno y otro lado del pie. Gracias a recomendaciones del boca en boca de clientes satisfechos es que siguen teniendo clientes nuevos, y algunos vienen desde muy lejos.
Entre los principales desafíos comentan que, hasta hoy, la gente se sorprende porque son mujeres a cargo de la zapatería. Quienes entran por primera vez exclaman: ¡Una zapatera! No hace mucho fueron a preguntar por el zapatero. Al salir Lidia al paso, el interesado insistió con que quería hablar con el zapatero. “Le dije que yo era la zapatera, que yo hacía los calzados, y no me creyó. Pero, por lo general, la reacción es muy buena. Hasta hoy día encontramos gente que nos admira mucho”, expresa.
Eloísa también tiene anécdotas con esposas celosas que encontraron su número de teléfono en un bolsillo del pantalón de su marido, y recuerda entre risas: “Una señora me llamó a retar, y me preguntó quién era, y soy su zapatera le dije”.
Si bien ambas hoy tienen sus talleres por separado, siempre se pasan trabajos y recuerdan con cariño el tiempo que compartieron juntas cuando estaba su padre para dirigir la empresa familiar. Sus hijos, sin embargo, ya no continúan el oficio.
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Cuando algunos le insinúan que debería alejarse de esta profesión, Eloísa contesta que “todo el tiempo vamos a usar zapatos, ya no vamos a andar más descalzos”.
Saben que comprar un zapato de cuero es caro, pero la diferencia entre tener uno de cuero y uno de cuerina es enorme. No solo por la calidad y durabilidad, sino por la higiene, ya que los de cuero ni olor despiden, afirman. Además, se dedican mucho a las reparaciones, cambio de plantillas de botas, cambio de taco y también arreglan maletas, cintos, carteras, cierres de camperas de cuero, etc.
“Botas, zapatillitas, botas para trabajo, para militares, hacemos de todo, para criatura, para señora, de todo mi papá me decía que teníamos que hacer”, recalca y añade que él les inculcó los buenos modales, a respetar a la gente, mucho más allá de trato profesional meramente. Ya hace 17 años que el señor Juan Antolín Baruja no está, pero el gusto por el trabajo que pasó a las hijas sigue intacto.
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