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Pocos epígrafes preparan tan bien para adentrarse en el contenido de una obra literaria como el que utilizó Augusto Roa Bastos en la apertura de El trueno entre las hojas, que en noviembre de 2023 cumple 70 años desde su publicación original en Buenos Aires.
Aduciendo que lo extrajo “de una leyenda aborigen”, Roa escribió: “El trueno cae y se queda entre las hojas. Los animales comen las hojas y se ponen violentos. Los hombres comen los animales y se ponen violentos. La tierra se come a los hombres y empieza a rugir como el trueno”.
La tierra ruge con violencia. La tierra ruge violencia. La tierra es violencia. Y esto no es una simple metáfora. Roa nos enrostra en los cuentos de este libro toda la violencia de esta tierra como no había sido escarbada ni expuesta desde Rafael Barrett.
El trueno entre las hojas es un libro con una fuerte carga de dureza que no llega a desbordar debido solo a que ese “trueno que se queda entre las hojas” está refrenado, sofocado por una prosa que lo apacigua, aunque no lo apaga totalmente.
Este intenso recorrido literario por un Paraguay que Roa conoció por experiencias propias de su niñez y su juventud y por testimonios recogidos a lo largo de su vida hasta finales de los años 40 del siglo XX, a veces sofoca, tensa permanentemente la atención del lector, advertido en forma constante por pequeños “sonidos” retóricos de que algo se aproxima, algo torcerá la narración, algo ocurrirá pronto, y que ese algo tiene que ver con la violencia. Una violencia que mana de la tierra “como una respiración enterrada” (El viejo señor obispo) y que ha signado al Paraguay que Roa vivió en diferentes facetas de su existencia joven.
“Y el Paraguay que Roa nos pinta es, en verdad, una tierra que ha devorado el poder cósmico del trueno; una tierra que vive en la violencia, en la injusticia, en la explotación”, afirmaba Hugo Rodríguez Alcalá en el primer estudio hecho sobre esta obra, poco tiempo después de que apareciera, en un juicio lúcido pero sin concesiones de quien conoció al autor desde sus primeros escarceos como poeta adolescente.
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El trueno… es un punto de inflexión en la vida literaria de Roa. Fue el final de un ciclo y el inicio de otro, el que lo llevaría a la cumbre de su creatividad como narrador originalísimamente notable y notablemente original.
Este libro apareció en 1953, cuando Roa llevaba seis años como exiliado en Buenos Aires, tras su partida forzada desde Asunción debido a los avatares de la guerra civil de 1947. Su trabajo de periodista en el diario El País le había costado el destierro, que era algo recurrente en ese momento histórico cuando la violencia fue aumentando de volumen para volverse sistémica y arrasar totalitariamente con la paz y con la convivencia entre los paraguayos.
“El libro de Augusto Roa Bastos es la alucinada visión de una tragedia colectiva”, nos recuerda Mabel Piccini, la investigadora, cientista social y antropóloga argentina fallecida en el 2015, quien también sufrió los embates de la violencia política que la obligó a exiliarse en México durante varios años.
Víctima de la violencia, Roa podía hablar de violencia con conocimiento de causa. Todo lo que le bullía dentro en ese sentido, él lo volcó en este libro con una mitigación previa obrada a través en un estilo literario que orillaba lo barroco en algunos pasajes: “Solo más tarde iban a descubrir todo el horror que encerraba también esa telaraña donde la gente, el tiempo, los elementos, estaban presos en su nervadura seca y rojiza alimentada con la clorofila de la sangre” (Carpincheros).
El cuento que abre el libro es Carpincheros, en el que se nota la precisión cinematográfica de las imágenes con que el autor presenta a estos seres que vagan entre la realidad y el mito: “Parecían seres de cobre o de barro cocido, parecían figuras de humo que pasaban ingrávidas a flor de agua. (…). Se deslizaron silenciosamente por entre el crepitar de las llamas, arrugando la chispeante membrana del río”. Es fácil “verlos” a esos cazadores de carpinchos surcando las aguas a través de la prosa flotante del autor.
Esa precisión descriptiva recorre todos los cuentos del libro y es una marca que Roa comienza a instalar en este primer volumen de su producción narrativa: “El viento seguía zumbando en la falla del techo. Sus remolinos se colaban a veces hasta abajo y hacían parpadear el mechero” (El viejo señor obispo). Pero aunque estas pinturas de escenarios parecieran un mero ejercicio estilístico, logran el efecto de enmarcar con naturalidad la acción humana en la que las descripciones pasan de lo idílico a la exposición cruda de estigmas y características físicas que a ratos rayan en la crueldad, lo grotesco y hasta lo escatológico: “Los labios finos, bien dibujados. Solamente los dientes eran un poco grandes. Brillaban en la risa arrugada por el aburrimiento en una hilera demasiado uniforme. De pronto, toda la hilera se movió, fue un movimiento pequeñísimo, apenas perceptible, pero entre las encías y los dientes se produjo una fisura. Él cerró los ojos, porque para él fue como si de pronto se hubiera rajado una pared sin ruido” (Galopa en dos tiempos). Un inventario de decadencia humana que se cierra con la reacción compasiva con que el autor socorre al protagonista golpeado por esa visión; una reacción ceñida en una metáfora dura pero estilizada. Si forzáramos una interpretación social, podríamos imaginar la pobreza violenta que originó aquella deformación grotesca promovida a su vez por la hilera de la prótesis de dientes que se movió.
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En este libro, Roa Bastos inaugura en el género narrativo su bagaje estilístico procesado con tenacidad durante su entonces reciente pasado poético, y El trueno… es fruto, recordaba Hugo Rodríguez Alcalá, “de largos esfuerzos de perfeccionamiento literario”.
Roa Bastos había sido originalmente poeta, y en su adolescencia, poco después de la Guerra del Chaco (1932–1935) transitó por los senderos abiertos en el Siglo de Oro español para después ascender en el tiempo y en las formas cuando descubrió a Federico García Lorca. Y Roa no paraba de leer y estudiar en una carrera autoformativa copiosa en autores: Rilke, Kafka, Joyce, André Breton, Apollinaire, Cocteau, Marinetti, según nos lo recuerda Rodríguez Alcalá.
Su encuentro con Josefina Plá y Hérib Campos Cervera contribuyó para que sumara visiones poéticas y más lecturas.
Tras su dedicación a la poesía durante los años 40, comenzó su transición a la narrativa, que derivó precisamente en El trueno entre las hojas, un conjunto de 17 cuentos “breves y trágicos”. El libro se abre con esa historia de cazadores de carpinchos que fascinan a Gretchen desde su aparición fantasmal en medio del fuego de San Juan. Finaliza el volumen con el cuento “madre”, El trueno…, que cierra el itinerario de esa exposición de violencias que instaló Roa quizá con un afán redencionista, con su mirada de autor que congrega tragedia y poesía. Y en esa narración final son los carpincheros, los hombres libres del río, quienes tienen de los pocos gestos de humanidad en todo el tropel de violencia que transita en estas páginas. Con Gretchen convertida en Jasy Morotî, esos seres del agua y del fuego de San Juan recogen el cuerpo inerte de Solano Rojas con una delicadeza que desmiente su condición rústica para darle su último viaje entre “los islotes llameantes”.
En medio de la apertura y el cierre del libro fluyen relatos que transitan por distintas etapas históricas de nuestro país desde inicios del siglo XX hasta la guerra civil de 1947, esa malaventura que cavó una larga tumba moral con la cruel matanza entre hermanos (El prisionero). Hasta las historias más intimistas están estampadas en la violencia del medio, en las reacciones de ira extrema desde la crueldad explotadora del patrón o desde la pobreza agotadora de los protagonistas (La tumba viva y Pirulí, respectivamente).
Ni siquiera en La gran solución, ese relato que podría haber sido una comedia ligera en manos de otro autor y en otro contexto, Roa descansa de su dosis descarnada, aunque el final anide una sonrisa pícara.
Libro incómodo para una sociedad paraguaya que, aunque atosigada de violencia psicológica y física, se negaba siempre a verse reflejada de esa forma; El trueno entre las hojas sacudió el ambiente con su aparición.
Roa Bastos tenía plena conciencia de cómo había expuesto esa violencia que él conocía, pero evitó el panfleto y permaneció fiel al compromiso estético de todo buen escritor. Por ello morigeró el tronar del trueno y amortiguó su furia entre las hojas de su prosa que en aquel tiempo tenía ya un pulimento notable.
Y transcurrido el tiempo, esta obra fundacional en la narrativa de un Roa Bastos que fue creciendo hasta llegar a la universalidad total de su genio, todavía nos duele y todavía nos grita la gran deuda que tiene el poder en el Paraguay con la justicia social, con la equidad, con el trato humano a los desvalidos y con la necesidad de una redención final en nuestra historia. Y esto, dicho sin ningún sesgo ideológico. Solo desde la contundencia de un libro que en su dolor sabe respetar la esencia y el espíritu de la literatura.