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Así las cosas, es complaciente, infla nuestro orgullo hasta la soberbia y no revela el verdadero por qué de nuestro triunfo ni mucho menos los motivos del fracaso ajeno.
La gran maestra es la derrota que cobra con nuestro sufrimiento, nuestra humillación, hasta con nuestra vergüenza. Quien aprovecha sus clases se coloca en el camino de la victoria real y bien cimentada.
Es conocida la historia de los 300 espartanos que lucharon contra miles de persas en Termópilas. Cientos de estatuas, memoriales, adagios, monedas, poemas, canciones, series de televisión, películas y hasta videojuegos han rendido tributo a Leónidas y su ejército dentro y fuera de Grecia, pues esta batalla se ha convertido en un ícono de la cultura occidental. Lo que impresiona es la perseverancia ante las nulas posibilidades de victoria, la voluntad de enfrentar cara a cara a un enemigo más fuerte con tal de defender algo importante.
Es probable que griegos y romanos intuyeron que la derrota no siempre es sinónimo de fracaso. La vida es incontrolable, y muchas veces nos encontrará débiles, en situación de minoría, vulnerables. Sin embargo es en estos momentos cuando puede abrirse una dimensión espiritual, trascendente, en la cual el honor y el heroísmo se hacen posibles aún en el fracaso. Es una dimensión que nos hace entender aquel enigmático versículo de San Pablo en su segunda carta a los corintios: “Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte”. Solo hay una regla, nos dicen los antiguos: está prohibido rendirse.
Triunfar produce una borrachera de resaca inmediata que se trata de calmar en exaltaciones impostadas de plenitud y éxtasis. Es el fin de un propósito que acompañó horas y horas de existencia, que dio sentido y dirección. Justificó acciones, sacrificios, compromiso, embelleciendo y exagerando el aleatorio tránsito de las propias vidas.
La derrota, en cambio se revuelve en vida, grita, reclama, muerde. Sabe a eterna, poderosa. No nos deja dormir pero está llena de sueños. Es una herida que sangra y hay que atender, encontrar un paliativo que calme la aflicción, renovar acciones, sacrificios y compromisos para lograr el querido y viejo propósito. La Derrota arde, es una medalla que no se oxida. La Derrota nos constituye, la llevamos encima, es esencial a nuestros destinos y los ennoblece, con la profunda vocación de existir con fe, porque vale el esfuerzo de levantarse después de cada caída. Y también, porque hay derrotas que son mucho más dignas que algunas victorias.