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La “República” de Francia tenía esclavos, división estamental por origen o color de la piel; había necesidad de pedir permiso al gobierno para viajar al interior, también para casarse o comerciar. Lo único que se podía hacer fuera de la supervisión gubernamental era tener hijos naturales y nos llenamos de ellos. Decía el español Ildefonso Bermejo que, de los 600 soldados en Humaitá, cinco sabían quién era su padre, y no todos eran casados. La Guerra Guasu ni había acontecido.
A su reglamento, Carlos Antonio López llamó “constitución”, pero no había derechos ciudadanos, solo obligaciones, como ser la obediencia al Presidente “en la manera que dictamine el Presidente”. El primer magistrado tenía poderes de emergencia en casos de conmoción, “o cuando él lo decida”.
En los congresos de cada cinco años, el Presidente convocaba, elegía a los representantes, presidía las sesiones, daba permiso para hablar o hacía callar, proponía las resoluciones, contaba los votos y hasta enmendaba el texto una vez aprobado. Benigno desafió a su hermano Pancho, a la muerte de don Carlos, y se presentó de candidato. El resultado fue su destierro a Concepción y la prisión de todos los que lo apoyaron.
Apertura democrática
Ya en apertura democrática, el gran cambio fueron elecciones razonablemente libres. Para poner fin al silencio eterno de la era despótica y superar la alta tasa de analfabetismo, el Gobierno Provisorio ordenó el “voto cantado”. El ciudadano tenía que decir su voto, en voz alta, en lugar público, sin coacción.
Y funcionó por un tiempo. Pronto, los atrios electorales eran rodeados por soldados armados y el Gobierno nunca más perdió elección alguna, hasta el 2008, la única alternancia resultante de comicios en toda nuestra historia. En el también único caso de elecciones competitivas abiertas y libres, en 1928, el Gobierno obtuvo el 68 por ciento de los votos. El Partido Republicano, el 22.
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El concepto de responsabilidad ciudadana era un tanto flexible. Hubo más ausentes y abstenciones que votantes. Pero en democracia el que no vota apoya de hecho al ganador, le guste o no. Tamaña humillación de la ANR hizo que se abstuvieran de ahí en más en todos los actos electorales subsiguientes. Solo retornaron a las urnas cuando sus correligionarios eran candidatos únicos, en 1948, 49, 50 y 54/58.
No fueron las únicas elecciones de candidato único, pero la abstención colorada era por decisión soberana de su Junta de Gobierno. Al llegar al poder, la ANR prohibía la participación opositora. El presidente Higinio Morínigo, que todavía no era colorado, en 1942, hasta puso al Partido Liberal fuera de la ley por decreto. Hubo justificaciones populistas de supuesto legionarismo multigeneracional, pero la verdadera razón era que, en cualquier elección abierta, el liberalismo, hasta hacía poco en el poder, todavía tenía fuerzas para ganarlas. Por eso, Morínigo que debió convocar a elecciones en 30 días, a la muerte de Estigarribia, en 1940, lo hizo, pero para 1943.
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Entonces, desde el Gobierno no se apoyaba el clamor de una nueva constituyente para reemplazar el engendro fascista de José Félix Estigarribia, otro reglamento de gobierno al que se quiso llamar “constitución”. Solo cuando Stroessner necesitó otra reelección, hubo constituyente. La ciudadanía al servicio del que manda.
A propósito, el general de Ejército y comandante en jefe 35 años, temía tanto al acto electoral, que en 1954 se acobardó hasta de competir como candidato único. Tomás Romero Pereira tuvo que usar toda su persuasión para tranquilizarlo y hacerlo entrar “por la puerta grande”. Otro que usó la “puerta grande” fue Fernando Lugo, pero para salir, en sus palabras.
Andrés Rodríguez tuvo más convicción y coraje y se presentó a elecciones, que eran un plebiscito sobre su bienvenido golpe y ganó ampliamente. Un país conservador como el nuestro no cambia así así nomás de conducta. Tanto que, en 1993, a pesar del desbarajuste de las internas coloradas, Juan Carlos Wasmosy triunfó con una pluralidad suficiente.
Los comicios habían sido supervisados por el propio expresidente Jimmy Carter y cuando fuimos a la proclamación provisoria de Wasmosy en el Hotel Excelsior, Domingo Laíno pidió la palabra y dijo ser el ganador, victoria que le había sido escamoteada por el fraude colorado.
Con la mirada penetrante de acero inoxidable, Carter le contestó: “Hubo irregularidades, pero no llegaron a constituir fraude. El ganador lo fue legítimamente y debe acceder al cargo”.
El palacio y sus inquilinos
De los presidentes legítimamente electos, algunos tuvieron suerte, algunos no, y otros fueron autodestructivos. Bernardino Caballero la tuvo, la represión de Cándido Bareiro, de quien era ministro del Interior, había pacificado a la población y con José Segundo Decoud se pusieron a reconstruir la República. Hasta hubo dinero por la venta de las tierras públicas y su pago en cuotas. El sucesor, Patricio Escobar, se inició con bríos, pero pronto se agotaron las tierras públicas y se saldaron todas las cómodas cuotas, y de vuelta a la pobreza de siempre.
Juan Bautista Egusquiza reclutó al gabinete a exitosos empresarios y presidió una interesante apertura. Como las elecciones a voto cantado siempre las ganaba el Gobierno, pidió a algunos colorados abstenerse de participar para que el Congreso tuviera representación liberal. Profesionalizó el Ejército enviando cadetes a Buenos Aires y Santiago y eligió como sucesor a Emilio Aceval, empresario exitoso y adinerado.
Aceval no tuvo suerte, a meses de su gobierno vino una epidemia de peste bubónica que proscribió hasta las festividades de Caacupé. El obispo Juan Sinforiano Bogarín por lo mismo no pudo ser recibido en el puerto por el pueblo. Se molestó como se sulfuró con el equipo médico argentino que vino a ayudar en la epidemia.
Con la arrogancia que a veces exhiben sus compatriotas, los médicos porteños ordenaron autopsias de todos los muertos. La Iglesia estaba en contra. Para darle una lección, se sometió al procedimiento incluso a un cura que había fallecido de la peste. Pero lo que realmente fastidió a Bogarín era que, ayudados por los chismosos estudiantes paraguayos de Medicina, pronto corrieron los nombres de quiénes, entre las muertas, eran vírgenes y quiénes no. La ciencia médica en su mejor expresión.
Bogarín pidió la inmediata expulsión del equipo rioplatense. Como la peste finalmente llegó a Buenos Aires, la Argentina retiró su misión médica. De la época quedaron las anécdotas de los queridos perros “ratoneros”, que ayudaban a la salud pública cazando ratas, responsables del contagio de la bubónica.
El general y doctor Benigno Ferreira, vencedor de la Revolución de 1904, tuvo la disciplina de esperar ser inaugurado para un mandato completo fruto de elecciones, en 1906. Él se trajo a sí mismo la mala suerte, o la mala imagen. Contrató comisarios porteños para la magna tarea del cambio cultural. Al hacerlo, le dio alas a la prédica del nacionalista Juan E. O’Leary sobre el legionarismo extranjerizante.
Los comisarios de Ferreira quisieron “civilizar” a la población a marcha forzada. Prohibieron el poncho, útil en los días de frío, hasta como frazada. Criminalizó escupir en espacios públicos, algo poco práctico en una población que mascaba tabaco fuerte para disimular el hambre; prohibió a las placeras del Mercado Guasú usar el sostén como billetera y les pareció que el typoi era muy revelador y escandaloso.
Todas estas costumbres quedaron. Los que se fueron, fueron los comisarios, y Ferreira. Lo que vino no fue progreso. Albino Jara era un bruto descontrolado que solo buscaba la presidencia para deleite personal. Reprimió con gusto, a veces, en persona, como cuando a sablazos obligó al anciano senador Francisco Campos a renunciar. También quiso hacer comer, a punta de pistola, el papel de un artículo crítico a Rafael Barret. El español, sin arredrarse, le espetó: “Esperaba cualquier cosa mala de usted, coronel Jara, menos esto, de que fuera un cobarde”. Tocado por la frase, Jara abandonó el sitio y Barret pudo tener un desayuno más convencional, aunque fuera del país porque fue expulsado.
Al terminar la anarquía del Centenario, en 1912, asumió la presidencia Arturo Schaerer. Como todos los otros que llegaron a ese cargo, quedó obnubilado y quería la presidencia para siempre. Para tener fuerza política, puso a su hermano Santiago como capitán del buque “Constitución”, que tenía el cañón Vickers de 200 mm, “al abuelo”. Un solo disparo de este monstruo aterrorizaba el vecindario desde la bahía, incluso haciendo añicos a los vidrios de la Catedral.
El sucesor en 1916, Manuel Franco, no podía despedir al hermano del caudillo, pero hizo lo siguiente más efectivo para desembarazarse de él. Por ley del Congreso, puso a la venta el “Constitución” con otros barcos, y tuvo ávidos compradores. En plena Guerra Mundial, los buques mercantes eran codiciados, sobre todo porque la Marina alemana los hundía sin piedad.
A sabiendas de que las eternas victorias gubernamentales en elecciones invitaban golpes, Franco hizo aprobar, en 1817, la Ley Riart de boleta cortada. Y los opositores finalmente cosechaban bancas propias, en la minoría. Y los debates parlamentarios adquirieron relevancia.
Franco fue el segundo presidente en morir en ejercicio del poder por causas naturales, además de Cándido Bareiro. No faltaron los diretes que aseguraron que ambos habían sido envenenados. Era el precio de la paz.
Reflexión final
Ahora tenemos explicaciones más plausibles de la importancia de las elecciones libres para otorgar mandatos legítimos a los electos. Es la manera civilizada de acceder al poder. Toda elección también implica un contrato de abandonarlo en el día prescrito, aunque duela.
La alternativa tiene color de sangre, luto y sufrimiento. Los golpes ocurrían porque los gobiernos nunca perdían elecciones y las armas eran la única vía a la alternancia. Las justificaciones racistas de los observadores diplomáticos europeos y norteamericanos sobre la inferioridad étnica de los paraguayos eran simples fantasías de autoafirmación racista protestante.
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Los golpes ocurrían porque al final de ellos estaba siempre la recompensa última y sublime, el poder y sus atractivos monetarios, amorosos y de trascendencia, efímera pero real.
Al criminal norteamericano Willie Sutton le preguntó la Policía por qué asaltaba tantos bancos. Su respuesta fue visionaria: “Porque es ahí donde se guarda la plata”. Desde tiempo inmemorial, los paraguayos hacen cuartelazos, porque generalmente son el camino más expedito a la relevancia política y financiera.
Hoy, las elecciones son más civilizadas, efectivas, justas y duraderas; y los golpes, ya solo pesadillas del ayer.