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Toda prohibición manifiesta una cierta limitación de la voluntad y dicho sentimiento, que puede experimentarse como atracción, hace sentir la fascinación del reto que pone a prueba al yo, al mismo tiempo que lo cuestiona respecto a si podrá o no saltarse esos límites. Por otra parte, lo prohibido es frustrante en lo que tiene de restricción. Constituye un contra-deseo, un obstáculo que se opone y bloquea los impulsos, cierta limitación de la libertad personal. Si sufragar es un acto de responsabilidad ciudadana, ¿Qué pasaría si el voto dejara de ser obligatorio para convertirse en una acción prohibida?
El filósofo italiano Giorgio Agemben dice que, según los juristas árabes, las acciones humanas se dividen en cinco categorías: obligatorias, loables, lícitas, reprobables y prohibidas. A lo obligatorio se opone lo prohibido, a lo que es loable lo que es reprobable. Pero la categoría más importante es la que se sitúa en el centro y constituye, por así decirlo, el eje de la balanza que pesa las acciones humanas y mide su responsabilidad. Si loable es aquello cuya realización se premia y cuya omisión no se prohíbe, y reprobable es aquello cuya omisión se premia y cuya realización no se prohíbe, lo lícito es aquello sobre lo que el derecho sólo puede callar y, por tanto, no es ni obligatorio ni prohibido, ni loable ni reprobable. Corresponde al estado paradisíaco, en el que las acciones humanas no producen ninguna responsabilidad, no son en absoluto “pesadas” por el derecho. Pero —y éste es el punto decisivo— según los juristas árabes, es bueno que esta zona de la que el derecho no puede ocuparse de ninguna manera sea lo más amplia posible, porque la justicia de una sociedad se mide precisamente por el espacio que deja libre de normas y sanciones, premios y censuras.
El arte de la vida sólo puede consistir en minimizar lo obligatorio y lo prohibido y, a la inversa, en maximizar el ámbito de lo permisible, el único ámbito en el que si no la felicidad, al menos la alegría se hace posible. Pero eso es precisamente lo que las autoridades que nos gobiernan hacen todo lo posible por impedir y dificultar, multiplicando las normas y los reglamentos, los controles y las verificaciones. Allan Poe sintetiza bien la resistencia beligerante al cumplimiento en la siguiente pregunta: ¿No tenemos una perpetua inclinación, pese a la excelencia de nuestro juicio, a violar la ley, simplemente porque comprendemos que es la ley?
Tal vez no tenemos mucha confianza en nuestro grado de responsabilidad ciudadana y por eso se alzan voces que reclaman mucho control continuamente. ¿Ocurrirá en algún momento el antiguo diálogo entre la ley y la conciencia juzgadora personal, que se da en la intimidad de todo ser humano cuando asume su responsabilidad cívica?