Cargando...
Aquí también se volvió corriente el discurso populista violento, agresivo, de odio, que procura conquistar seguidores y votos con una fantasía narcisista de omnipotencia, que promete destruir al adversario como si dispusiera de un poder total para realizar esa acción. En la Argentina, por ejemplo, Javier Milei dice: “Nuestros verdaderos enemigos son los políticos”. Cuando le cuestionan su interés en pertenecer a la casta política, Milei responde: “Soy un outsider, vengo al sistema a romperlo, a terminar con el statu quo y a sacar a estos delincuentes a patadas en el traste”. Vía la intimidación promete realizar objetivos que no todo el mundo considera deseables, y además no tiene los medios para sacar a nadie por las buenas ni por las malas.
La bravuconería utiliza la polémica y recurre a un lenguaje sensacionalista, efectista, que busca impacto, sobre todo en las redes sociales. Un vocabulario burdo, sin argumentos intelectuales, inflexible, prepotente, autoritario, desbordante de superficialidad, el show y la polémica vacía.
Emitimos y recibimos más mensajes que nunca. Lo que no es tan evidente es la manera en que debatimos sobre la libertad de expresión. Mucha gente se queja de que ya no pueden decirse las cosas que se decían antes, que ahora hay que callarse o disculparse por todo, a causa del planteo de lo políticamente correcto. Este argumento suele añadir que cada vez hay más gente que se ofende con facilidad y que la época se ha vuelto blandengue.
Lo políticamente correcto no es algo absoluto, sino una relación social cambiante y en permanente transformación que ha existido siempre. Es un consenso sobre qué es aceptable y qué no en sociedad. No es algo nuevo sino un conjunto variable de lugares comunes, que determina una parte de nuestras conversaciones cotidianas.
En épocas pasadas había chistes sobre violencia machista que eran políticamente correctos. Se festejaban refranes que decían: “El hombre en la cantina y la mujer en la cocina”. “Quien no tiene más, con su mujer se acuesta”. “La mujer en casa y con la pata quebrada”. “A la mujer y a la gallina tuérceles el cuello y quedarán mansitas”. “Los hombres no lloran, eso es mariconería”. En cambio la hombría se mostraba peleando, no cooperando o cuidando. La sabiduría popular trasmitida de generación en generación justificaba y legitimaba la violencia de género y la subordinación de las mujeres frente a los hombres. Estos moldes de lo masculino y lo femenino ya están superados y les quedan chicos a las nuevas generaciones. Quedaron relegados a un uso marginal por parte de personas mayores y en su mayoría de las zonas rurales.