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Todo comenzó un día como hoy, también en una mañana de domingo. “Era el 15 de agosto del año 1537 (...) la fundación del fuerte de Nuestra Señora Santa María de la Asunción tuvo lugar esa misma mañana, pocas horas después del desembarco. A tres tiros de la ballesta de la taba indígena y en despejado otero que dominaba la cinta brillante del río, don Juan de Salazar y Espinoza (de los Monteros, caballero de la orden de Santiago), con la espada desnuda, la cabeza destocada y el amarillo pendón de Castilla desplegado ante la hueste, cumplía el rito impuesto por la pragmática castellana tomando solemne posesión de la tierra nueva en nombre de la católica y cesárea magestad de Carlos V. Nacía Asunción bajo un vuelo jubiloso de pájaros y el escribano Amador de Montoya labraba el acta de fundación. A pocos pasos, los carios estupefactos contemplaban el espectáculo con sus ojos oscuros”.
La descripción corresponde a la Historia de mi ciudad, de Carlos Zubizarreta, una de las más bellas y poéticas prosas de los orígenes de Asunción. Se refiere al acontecimiento como si hubiera sido testigo, con lujo de detalles. Lastimosamente ese acta labrada refrendada por Montoya jamás llegó hasta nosotros, pues se convirtió en cenizas durante el primer gran incendio que tuvo lugar el 3 de febrero de 1543 y que había consumido “las cuatro quintas partes de la precaria edificación del poblado”.
Pero no hay mal que por bien no venga, digamos. Aquel rancherío hacinado de pajas y estaqueos resurgió con una de las primeras medidas urbanísticas adoptadas en la aldea, la de utilizar el adobe en las construcciones.
El sitio fundacional también desapareció erosionado por los sempiternos raudales que también marcaron el rumbo de la ciudad. Pero, se presume, quedó una parte de la legendaria Loma Cavará en el barranco detrás de la Biblioteca del Congreso.
Amparo y reparo
Esa benignidad del clima en el mismo día de la fundación, en un pleno invierno, pronto convirtió a Asunción en amparo y reparo de la conquista con el despoblamiento de Buenos Aires y el traslado de sus moradores a estos lares dispuesto por Domingo Martínez de Irala en 1541. “Para fortificar más el establecimiento colonial, Irala despobló a Buenos Aires y trasladó hombres y bastimentos a la Asunción. Así terminó su efímera vida la primera colonia española, fundada por el Adelantado Pedro de Mendoza en la orilla derecha del gran estuario”, resume Francisco Arriola en Historia Americana y Argentina.
Obviamente, no todo era color de rosa en la capital de la conquista, ni Irala un santo, pues las peleas por el poder y las patrañas para tener muchos “istas” eran el pan diario. Sobre aquellos Caudillos de la Conquista se explaya Marco Antonio Laconich en su libro homónimo. Irala, convertido en gobernador en virtud de la Cédula Real del 12 de Septiembre de 1537, es pintado como un manipulador y déspota, mientras Álvar Núñez Cabeza de Vaca no era tan malo como siempre nos lo pintaron, según Laconich.
Cuando Cabeza de Vaca llegó a Asunción en 1542, Domingo Martínez de Irala, un “hombrezillo escurridizo” se los tenía ya bien ganados en confianza a los principales oficiales reales, una suerte de “cuatrinomio de oro” llenos de ambición que ya habían consolidado su poder: el veedor Alonso Cabrera, el tesorero Garcí Venegas, el contador Felipe de Cáceres y el factor Pedro Dorantes.
El Paraíso y el infierno
“La corrupción de las costumbres era grande y su grado escandaloso dio origen al festivo nombre de Paraíso de Mahoma, con que se refieren al Paraguay algunos cronistas de la época. Una de las primeras preocupaciones de Álvar Núñez fue poner freno al desenfreno, reglamentando el amor con las indígenas, si cabe la expresión”, apunta Laconich pintando una ciudad que vivía a la buena de Dios. Y no pasaron tres años para que el Segundo Adelantado del Río de la Plata fuera el primer preso deportado a España en la carabela Comuneros, que para nada se identificaba con el común, pues el despacho de Álvar Núñez no precisamente fue deseo del pueblo.
Otro que pagó los platos rotos fue el ilustre fundador. Como Álvar Núñez se las ingenió desde su prisión para dejar por escrito como lugarteniente a Salazar, también el mismo mes de marzo de 1545 ya lo mandaron preso a la Metrópoli en otro bergantín.
En la primera década de su fundación, “la vida asuncena siguió su agitado curso bajo un régimen arbitrario, en el cual podían hacer todo lo que quisiesen los detentadores del poder y los que no les fuesen adictos jamás podían encontrar amparo de la justicia” (Laconich).
Salazar era un pan de Dios. Regresó once años después y, pese a todo lo que pasó, vino sin rencores ni ansias de venganza siendo portador de la regularización del nombramiento real de Irala como Gobernador, lo que puso calma al río revuelto. Por demás Irala ya tenía varias hijas casadas para aplacar a sus enemigos políticos y ya había entregado lejanas tierras a quienes no pensaban igual que él para mantenerlos bien alejados de su gobierno.
La cruz y la espada
En medio de ese trajín político, llegó lo que debía ser la salvación para la ciudad –aunque más bien fue para el gobernador–, el obispo Pedro Fernández de la Torre, quien hizo su irrupción triunfal el 1 de abril de 1556, un “Miércoles de Tinieblas”, “con numeroso séquito y dos sobrinas”.
Cabeza de la Iglesia y la provincia, entablaron una estrecha amistad consolidada cuando Irala regaló al Obispo “la única mula que entonces había en Asunción y varias indias para el servicio de sus sobrinas”. Además le casó a un oficial real, casi hermano, el capitán Juan Ortega, con una de las sobrinas obispales. “Lamentaría Irala que el Obispo no pudiese ser otro yerno suyo; pero llegó casi a lo mismo”, con la boda, ironiza Laconich.
Esa misma afinidad le generó muchas enemistades al cura “cuya venida fue más para atizar la fragua, que para echarle agua –dijo de él Ruy Díaz Melgarejo, con gracia andaluza”. Su intromisión en las “discordias terrenales” al lado del Gobernador hizo que desde el púlpito “repartiera maldiciones y excomuniones” y “acabó por convertir a Asunción en algo parecido al infierno”. Pero poco duró la luna de miel pues Irala ya estaba muy anciano y falleció en octubre de 1556.
En medio de todo ese polvorín, no aminoraba la obsesión de todos de llegar a El Dorado en busca del oro y la plata. El sucesor de Irala, su yerno Gonzalo de Mendoza, envió a Nuflo de Chaves hacia el pueblo de los Xarayes, en el norte.
Este viaje dio origen a la “Nueva Asunción” fundada por Chaves en 1559 en Chiquitos causando más divisiones y reyertas.
Luego vino la fundación de Santa Cruz de la Sierra en 1561 y cuando Chaves regresó a Asunción para buscar a su esposa e hijas, “mareó” hasta al anciano Obispo sobre las riquezas que había encontrado. Los moradores asunceños estaban dispuestos a un éxodo y “abandonar la agricultura” por las minas de oro.
“Muchos conquistadores viajaban con toda su familia, ilusionados con aquella especie de tierra prometida, donde esperaban cambiar de fortuna de la noche a la mañana. Entre los que llevaban mayor impaciencia, ninguno como el Obispo”, que fue “al parecer para no volver”, pero el negocio fue “desastroso”, pues no hallaron minas ni oro.
Un episodio tragicómico que arrancó risa en medio de la decepción y las penurias relata el gobernador Francisco Ortiz de Vergara. De repente, aparencieron tantos indígenas que “tomaron una carga del Obispo en que llevaba su vestimenta y pontificial; y tomándolo comenzaron a vestirse y ponerse uno la casulla, otro el albo y otro la mitra...”.
Un triunfo del amor
Cuando la segunda Buenos Aires aún no había sido fundada, todos los caminos conducían al Perú, donde el virrey nombraba al adelantado del Río de la Plata en forma provisoria hasta que obtuviera la venia real. En esas estaban los conquistadores, cuenta Blas Garay en su Compendio Elemental de la Historia del Paraguay.
Juan Ortiz de Zárate, nombrado interino por el virrey, partió a España en busca de la ratificación real con la que retornó, pero al intentar poner orden al desorden que halló por estos lares, murió envenenado a los pocos meses. Antes había nombrado heredera universal a su hija única, doña Juana, residente en Chuquisaca, “debiendo ejercer el adelantazgo quien se casara con ella”.
A la joven acaudalada heredera le llovieron pretendientes, pero Cupido la flechó con el licenciado Juan Torres de Vera y Aragón. Su albacea y tutor, Juan de Garay, arregló entonces la boda. En ese ínterin, Garay recibió el llamado del virrey del Perú, Francisco de Toledo, quien tenía como candidato para desposar a doña Juana a un amigo suyo. Al enterarse de que la joven ya estaba bien casada sin su autorización, se desató en ira y ordenó la prisión para Garay, amenazó a los recién casados con confiscar sus bienes y encerrarlos.
Pero Juan de Garay fue más hábil y astuto; se adelantó en apresar a quien venía con la orden de privación de su libertad por su “inobediencia” al virrey.
Por esa época, Asunción se consolidó como Madre de Ciudades con la fundación de Villarrica en 1576 y en 1580 Juan de Garay junto con 60 españoles, entre los que estaba su hijo natural Juan, fueron por tierra y agua y el 11 de junio fundó la ciudad de la Trinidad y el puerto de Santa María de Buenos Aires, en el mismo sitio elegido por Mendoza, a decir de Blas Garay.
En su libro Como era Buenos Aires, Héctor Adolfo Cordero, detalla que para la fundación de la Buenos Aires se consideraron 64 hombres, pero eran más, pues al fundador lo acompañaron 9 españoles, 80 mancebos de la tierra llevando sus armas, caballo, ganado, semillas y enseres propios de la casa e incluso algunos iban con sus esposas e hijos. “Una mujer llamada Ana Díaz, que era viuda, quiso venir a la nueva ciudad por no apartarse de su hija suya casada con uno de los pobladores” (P. Lozano, Historia del Paraguay).
Pasemos por alto las peripecias más conocidas de los tiempos de la independencia, los López y la Triple Alianza.
Turistas y mucho baile
Si el Paraguay era un país enigmático que trascendió en el mundo por los misterios del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, la época dorada de don Carlos Antonio López, Francisco Solano López y el glamour que trajo por estos parajes Elisa Alicia Lynch, en la posguerra del 70, no solo atrajo a quienes vinieron para reconstruir el país, sino también quienes se aventuraban por descubrirlo tras los horrores de la guerra.
Arturo Nagy en su libro La Princesa de Salerno recoge varias crónicas escritas sobre Asunción por los viajeros que acogió durante los siglos XIX y XX.
Por ejemplo, en 1881 una crónica del diario La Reforma da la bienvenida a tres “lores ingleses” que zarparon del puerto de Southampton a bordo del yacht Falcon: “La ciudad sorprendió a los navegantes del yacht por su hermosa posición y por el estado de abandono en que se encontraba. Por las calles se veían pocos hombres, en general marineros brasileños o comerciantes italianos y de otras nacionalidades, pero el número de mujeres era impresionante. Los edificios lujosos, construidos por orden del Mariscal estaban abandonados o en condiciones ruinosas. La capital evocaba el recuerdo de las antiguas ciudades muertas de Grecia y Roma”.
Los ilustres huéspedes encontraron que “el recreo original de la ciudad consistía en un tranvía de mulas entre dos bares, uno situado en el puerto y el otro cerca de la estación ferroviaria”. Cuenta la crónica que a la tardecita “una orquesta de tres músicos se colocaba en la plataforma delantera de la carroza y la juventud dorada de la capital viajaba de un bar a otro, no desdeñando algunas copitas”.
Por las noches no había “linternas” (alumbrado público) porque se las rompían o robaban. Entonces, si se veían algunas lucecitas por modestas que sean a lo lejos se trataba de un baile.
Otro llegado a estos lares –recoge Nagy– fue don Ernesto Mevert, “un próspero caballero alemán”, quien vino con intenciones de fundar una colonia alemana. Terminó publicando en 1883 un libro “Un año a caballo; viajes por el Paraguay”, en el que cuenta su experiencia.
“La vida en Asunción le parecía apacible. Ya antes que saliera el sol, se escuchaba el estridor de las carretas y la alegre conversación y risa de las mujeres, cuyos burros iban cargados de mandioca y otros productos del campo. Las vendedoras vestían de blanco y el autor observa que le parecían siempre extremadamente limpias”.
Mevert, al igual que los ingleses, encontró música por doquier. Las “peinetas de oro” ahorraban o contraían deudas para ofrecer fiestas a sus amistades al son de guitarras y acordeón. Había grandes bailes con orquestas militares y los tambores del centro se escuchaban hasta lejanos parajes como la Recoleta, cuyo camino era surcado por “hermosos caballos montados por diplomáticos” cada atardecer.
De sus idas a Trinidad, Mevert dejó testimonio de idílicas descripciones en las que “desde las galerías y naranjales se escuchaban risas y conversaciones alegres y se oían las dulces melodías de alguna guitarra, mientras a la luz parpadeante de los fuegos se veía a la juventud entregada a algún baile inocente”.
Otro de los visitantes ilustres fue Henry Coppin, miembro de la Sociedad Geográfica de París, quien llegó a bordo del vapor Río Paraná en 1884. Cuenta Nagy que en su paseo por las arenosas calles le llamaron la atención los monumentos a medio terminar (el Oratorio, el Teatro, el Palacio de López) que le recordaron a Herculano y Pompeya. No le pudieron pasar desapercibidas “las grandes piedras colocadas en las calles y que servían para poder cruzar en caso de lluvia”, bloques que en los años 70 del siglo pasado fueron suplantados por los pasarraudales.
En pleno siglo XX ya Henry Stephens, un ricachón norteamericano con doctorado en filosofía por las universidades Harvard y Viena irrumpió en Asunción en 1916. La ciudad le recordó a Belgrado por estar emplazada sobre colinas. Se alojó en el Hotel Hispano Americano, propiedad de Rius y Jorba, que eligió de entre ir al Saint Pierre de la calle Colón o al Gran Hotel del Paraguay, donde había vivido Madame Lynch. Se deleitaba con el mercado y hacía volar su imaginación con relatos de que “los asuncenos se deleitaban en comer los grandes sapos de sus jardines, los cururús”.
Otro lugar que le atraía mucho –cuenta Nagy– es el Cementerio del Mangrullo, destinado al sepelio de los pobres, sitio que no podría olvidar nunca porque allí en pleno sepelio fue testigo del tumulto que se armó en medio de la lamentación de los deudos del un difunto asesinado porque los gritos de las lloronas despertaron de su siesta a una ñacaniná que cruzó entre la “muchedumbre enlutada” causando más pavor.
En el telégrafo conoció a una mujer que quedó grabada en su corazón. Y así toda una serie de visitantes llegaba al Paraguay y quedaba prendado de la ciudad o de su gente.