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Aceptemos que hay una razón lógica para tal censura. Las manos pueden causar accidentes, pueden malograr los objetos museales que como tales suponen un estimable valor. Luego, que cierta distancia prudente funciona a favor del componente aurático de dichos objetos; en cuanto son intocables, son deseables.
En Paraguay, sin embargo, tocar es parte fundamental en el intento por conocer. El tacto de la mano permite una aproximación distinta a la que permiten los ojos. En idioma hebreo, la letra ayin es a la vez símbolo del ojo y del diablo. Como los hebreos cabalistas, el paraguayo sabe que este sentido es susceptible de engaños y emplea la mano (la piel) como parámetro más exacto en la comprobación de lo real.
Además, y puede que esto influya, en la lengua guaraní el mecanismo de abstracción es diferente.
En castellano existe la palabra belleza, cuyo correspondiente en guaraní sería mba’e porã (aquello [que es] bello). La “belleza” no está en ninguna parte, es un juicio o una disposición en el observador, que puede reconocerse en una puesta de sol, pero que también puede pensarse como tal, más allá de todo vínculo referencial, en su más plena abstracción. Por el contrario, al decir mba’e porã no nos hemos apartado de lo adjetivo, lo bello es siempre cualidad de algo; es una abstracción, pero sobre una base referencial que auxilia: “aquello”, “algo”, “este”, “ese”.
En el ensayo Los poetas del Paraguay, publicado en el número 2 de la revista Guarania, Natalicio González observa este fenómeno al estudiar las obras de Fulgencio R. Moreno y de O’Leary. Dice: “Esta tendencia a asociar las cosas físicas con una idea o con un estado del alma, constituye una de las características de nuestras canciones populares. El paraguayo, que tiene el espíritu concreto y el afán de la claridad, prefiere siempre lo abstracto a lo material cuando pretende traducir en palabras sus emociones y pensamientos. Consciente o inconscientemente, Moreno se ha deslizado más de una vez por este camino; en muchos de sus versos se advierte ese maridaje entre el espectador y el espectáculo, entre el alma que medita y sufre y la naturaleza que se manifiesta en signos materiales”.
En otra página, extrae de El Alma de la Raza, de O’Leary, un ejemplo admirable:
El cerro es un anhelo
que el gran Tupã dejó petrificado.
No decimos que el paraguayo sea incapaz de pensar más allá de la experiencia de lo concreto, sino que, por influjo de la lengua guaraní, articula lo abstracto de manera distinta: adjetiva (relación) y no sustantiva (sustancia). Tal como la hamaca paraguaya se mece entre el cielo y la tierra, el pensar es un puente entre lo que González llama “lo abstracto” y “lo material”, entre el anhelo y el cerro de piedra. (Similar es la operación de la alegoría, que da cuerpo a lo que se resiste a ser retratado.)
Dado lo expuesto, no sería difícil pensar en un museo que no solo admita, sino que promueva el tacto, que junto a cada objeto un cartel invite a las manos a participar. El riesgo sería que las piezas se deterioren, pero creo que esto podría favorecer a un nuevo concepto de museo, donde la cosas no están detenidas en una pretendida eternidad, sino al alcance del tiempo, del movimiento, de la vida y sus innumerables accidentes.