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Hubo en mi biblioteca una edición Tor de Crainquebille y otros relatos, de Anatole France, en la cual pueden leerse las reflexiones y aforismos de un can. Existe quizás en el esfuerzo de France el mismo inconveniente que puede hallarse en los animales de Plinio, de Eliano, de Fernández de Oviedo: el de la prosopopeya. En lugar de acercarse a las singularidades de lo que podría ser una meditación propia del animal, son empleados como espejos oblicuos de las tendencias y pulsiones humanas. Acaso el pensar, limitado por la articulación del lenguaje, es un fenómeno exclusivo de la humanidad. Acaso el pensar de un caballo, de un perro, de un gallo existen, pero son tan misteriosos que no pueden ser develados.
En Rabelais, el caso del perro se resuelve en una simple metáfora: “Romped el hueso y absorbed la substanciosa médula”. Aplicando el ejemplo a la metafísica platónica, diríamos que el hueso, difícil de roer, es lo aparente, lo fenoménico, el mundo accidental y cambiante. La médula, que se oculta al interior, es la filosofía del ser, del eidos, de la esencia; para llegar a ella es preciso devastar la cubierta dura y poco nutricia. Rabelais previene a los lectores que, en Gargantúa, el complejo hilado de groserías y escatologías encubre “muy elevados sacramentos y horroríficos misterios”. Aunque, me atrevo a opinar, el valor estético del Gargantúa es sin duda mayor que sus posibles alegorías y críticas a las costumbres e instituciones de la Francia renacentista.
Tengo la sensación de que, en efecto, no convendría a ningún perro la cualidad que Platón quiere atribuirle. Al contrario, si para el hombre filosofar es una virtud, para el perro sería algo más desastroso que un vicio. Sería una muy seria limitación. Pongamos el caso de una persona que goza de la compañía de tres perros de igual tamaño y fiereza. Esta persona termina de comer un trozo de costilla y arroja el hueso a sus espaldas, los canes se lanzan sobre él, excepto aquel sobre el cual recae el peso de la reflexión.
Digamos que este perro, cuyas patas delanteras han perdido garra por la costumbre de sostener la pipa o la quijada, es un pensador de carácter político. Su preocupación orbita en torno a la relación entre amo y mascota. Al lanzar el hueso, el humano promueve la desconfianza y la competencia entre los cánidos, quienes pelean furiosamente por las sobras del exquisito manjar. Deplora el servilismo, la lengua afuera, las caricias detrás de la oreja, los diminutivos. Puede que su interés sean las matemáticas y que le preocupe descifrar la parábola trazada por el hueso en el aire. O bien, se pregunte acerca del ser del hueso, si acaso aquel hueso particular no fuese sino una réplica del verdadero hueso, ideal, celeste. Acaso reflexione sobre la cuestión probabilística, la relación numérica entre los tres perros y el único hueso.
Sea cual fuere su inquietud intelectual, le costará un hueso. Se adelantarán los otros dos, cuya única razón habrá sido el uso de los dientes. Idéntico será el fracaso a la hora del amor, en la jauría encelada predomina siempre el más perro de todos los perros, no el más profundo y sensible. Estará condenado a desaparecer sin descendencia, por lo cual no sabríamos cuál sería el destino de su especie. En vano tendrá rabo, pues de tanto cavilar perderá la dicha inocente de sus iguales. Perderá el olfato. Andará perdido y ciego siguiendo rastros bibliográficos. Será con todas las letras un antiguo griego.
Como puede verse, caímos en el error de Plinio y de Eliano y de Platón. Lo hemos humanizado. La tesis es sencilla y recurrente: pensar es un exilio. Quien piensa ha perdido para siempre el aquí y ahora; es decir, el espacio y tiempo de su naturaleza. Nuestro perro, igual que su hombre, comienza ya a anhelar el paraíso perdido de la perrunidad.