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Aunque a cada paso profesional, la historia del Paraguay nos recuerde no solo los “inviernos” que significaron las grandes guerras y su tiempo apremiante posterior, sino las menos estudiadas revoluciones y profundas crisis epidemiológicas, parecería que para el tiempo presente uno olvida emplear esa regla.
Quizás todos, desde cualquier espacio, lugar y profesión habremos olvidado emplear la esperanza y la templanza hacia la adversidad que nos trasmitieron, por haberlas vivido antes, nuestros abuelos y abuelas. Que este tiempo, oscurecido por un enemigo que se mueve, camuflado tras las irresistibles ganas que tenemos de volver a abrazarnos y reírnos al estar cerca, ha sumado desasosiego, apenas al siguiente día del presente, e incerteza en la manera en que contemplamos el futuro.
Puede que haya olvidado todo eso. Lo que sí no hice fue dejar de lado, como lo hacía de niña, la necesidad de buscar color para pintar algo dibujado con gris. Fueron esos peculiares “lápices de colores” los que fui a buscar al Guairá.
No hay más “por qué” en la elección del territorio guaireño que una vieja puerta y ventanas en color aguamarina de una preciosa casa que recordaba una tarde haber visto de lejos y al atardecer, al pasar por Iturbe. Y el desconocimiento del territorio del antiguo Yhacanguazú (el pueblo de Borja desde 1929) y San Salvador, lugar de talleres del Ferrocarril Central del Paraguay.
Los colores del Yhacanguazú
El contexto de la pandemia ha impuesto tantas restricciones a las libertades y reconfigurado por completo las responsabilidades personales y ciudadanas. La más difícil para una persona, acostumbrada a viajar por todo el Paraguay, es la imposibilidad de hablar de cerca con los pobladores o aceptar “pasar un rato” en las casas, compartiendo el tereré o probando un poco de sopa paraguaya dominguera.
Sin embargo, ese mismo contexto ha posibilitado que, si bien los viajes en ruta hoy deben ser cortos y sin tener contacto con los pobladores, la contemplación del paisaje o patrimonio arquitectónico de los pueblos se encuentre completamente libre de aglomeraciones de personas o de vehículos, al estar cada familia en la seguridad de sus hogares.
Así, sin saber cómo podría lucir Borja o como aún me gusta llamar a ese lugar, Yhacanguazú, fui esperando ver cuál era el entorno del maestro de primeras letras Martín José Silvero, quien fue hasta Asunción a buscar su licencia para poder cobrar por enseñar. O del comandante del Vapor Río Apa que se quedó atorado en el arroyo en 1862, o del jefe político Doroteo Duarte, que informaba siempre sobre el estado de los caminos, sobre el cruce en canoas o de que no había “amancebados públicos”, “vagos y mal entretenidos”. Cuál pudo haber sido el terreno donde practicaron los 100 primeros vecinos que fueron a la guerra o desde dónde las mujeres residentas remitían los famosos atados de cigarros para los soldados que estaban en el frente y quienes se encontraban en los hospitales.
Creería que nada del siglo XVIII o XIX sobrevive en la actual Borja, poblado pequeño, pero sumamente pintoresco del Guairá. Los colores vivos con los que los vecinos identifican sus hogares, las oficinas públicas y los comercios son compartidos con la vecina San Salvador (separada de Borja en los años 50).
Inmenso y efímero agosto poty
Luego de San Salvador y Borja no pude disimular las ganas que tenía de “desviarme” unos kilómetros a Iturbe para ver la casa preciosa de puertas y ventanas en verde agua.
Formé un ramo con el agosto poty (Senecio grisebachii), pequeño arbusto con flores silvestres, especie endémica de la región del Río de la Plata y Brasil, porque me imaginaba el contraste con las ventanas. En realidad, encerrada, este año no había tenido oportunidad de salir a buscar ramos de esas flores amarillas en la vera de los caminos para tenerlas en mi casa.
Esa casa patrimonial me pareció mucho más hermosa de la que recordaba: el paso del tiempo la dejaba romántica y querible.
Salimos de Iturbe por el camino, mitad empedrado, mitad pedregullos que nos conduciría a la ruta PY08. Quizás ya no recuerde lo que venía pensando, cuando luego de una curva muy pronunciada entre las compañías Candeamí y Candea Guazú, en un terreno completamente despejado de poblados y muy marcado por la acción eólica, emergió algo que hasta ese momento no había visto nunca en mi vida: un mar de flores silvestres amarillas, flores que se pierden en el horizonte y solo encontraban tope en las faldas de una pequeña serranía. Es impresionante. La explicación de este mar florido tiene como condicionante que el terreno sufra los efectos de la fuerza eólica para que el agosto poty se extienda con tanta opulencia.
También efímeras, las flores permanecen en los campos entre los meses de agosto y parte de septiembre.
Después de alcanzarlas, caminar entre los arbustos y tener una sensación de estar rodeada del más intenso amarillo que vi en mi vida, pensé que, pese al contexto y la coyuntura, el Guairá y sus pequeños pueblitos me estaban dando una nueva lección de esperanza y resiliencia.
Fotos: Gentileza de Luis Vera.