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Era un miércoles de frío tremendo. Decidimos ir con mis amigos, Alfredo Quiroz y Bernardo Puente, al cementerio de Père Lachaise hacia el mediodía, en parte debido al frío y a las mañanas con niebla y poca luz propias del invierno europeo. Transcurrieron unos minutos antes de que Leticia Casati, funcionaria diplomática, apareciera para acompañarme. Aproveché entonces para comprar un ramo de claveles en el negocio de pompas fúnebres de la esquina; cuando salí, los adoquines grises parecían tener la misma nota melancólica y triste de los muros altísimos de un dormitorio que parecía vigilar sueños eternos.
Esta ciudad inmensa de más de 40 hectáreas fue diseñada en terrenos de la Compañía de Jesús por Alexander Théodore Brongniart durante el gobierno de Napoleón Bonaparte. En parte como camposanto y, en parte, como extenso jardín. La intención era desplazar el uso de los medievales cementerios parroquiales, que con el crecimiento de la ciudad resultaban insalubres.
Más de 200 años después, Père Lachaise es hoy un jardín inmenso que recorren turistas y locales que buscan en cada tumba la memoria histórica y arquitectónica de París desde la sepultura de Isadora Duncan, Auguste Comte, Oscar Wilde o María Callas hasta Suzon Garrigues, muerta en el ataque a Bataclan en el 2015. El cementerio fue el primero en Francia en tener un crematorio (1890), un columbario (1893) y un jardín para las cenizas (1985).
Auténtica avenida de una ciudad, la calle se abría a nuestros pasos. Enormes esculturas, como la de los soldados muertos en la Primera Guerra Mundial, enmarcaban las múltiples sendas. Hacia donde se podían dirigir los ojos habían calles y calles con tumbas. Y árboles oscuros sin ninguna hoja, una incómoda suave neblina y cuervos al acecho.
Tras un sinuoso recorrido, de repente, allí estaba. No nos hizo falta ver la lápida: un león rampante enmarcado por una palma y un olivo sostenía un gorro frigio sobre la oscura piedra gris:
“… a la ilustre memoria de su siempre querida y inolvidable madre”.
La visita de O’Leary
Cuando Juan E. O’Leary visitó la tumba de Elisa Lynch en setiembre de 1936, su percepción sobre la historia nacional y especialmente en lo relacionado con la habilitación de Francisco Solano López era completamente diferente a cualquier otro momento.
La historiadora Liliana Brezzo señala que esa visita lo conmovió en tal medida que desde ese momento las anotaciones privadas en su diario y el discurso histórico desarrollado con posteridad operaron para su rehabilitación histórica en el Paraguay durante el gobierno del general Stroessner.
Los pilares de bronce imitando llamas y las cadenas ya no están. Es muy posible que hayan sido retirados cuando los restos de ella fueron repatriados hacia el Paraguay, en julio 1961, con la intención de ser depositados en el Panteón Nacional de los Héroes.
Y la nuestra...
En una de las caras de la tumba está una lápida en mármol blanco escrita correctamente en castellano: “Monumento erigido por Enrique, Federico y Carlos Solano López a la ilustre memoria de su siempre querida e inolvidable madre Sra. Dña. Elisa Alicia Lynch-López. Muerta el 25 de julio de 1886”.
En la otra cara se encuentra enmarcado por estrellas, el viejo escudo de armas de los Lynch del oeste de Irlanda que resulta absolutamente delatador: un lince situado en la parte de arriba parece ir saltando sobre los tres tréboles separados por un cabrio abierto. Aunque algunos sostienen que Elisa fue enterrada en una tumba común del Ayuntamiento de París, no debió pasar mucho tiempo para que sea trasladada a la tumba que visitamos, ya que en la parte baja se lee el número y el año que se edificó (1886) junto al apellido de su constructor.
Los laterales están dedicados al Paraguay. Aunque O´Leary describe que son los símbolos del escudo, el león particularmente no está sentado ni mirando a la derecha (o de frente como los billetes de 1862-1865), sino que está parado tal como el primer sello postal paraguayo adoptado por el gobierno provisorio en 1870.
Rodeé la tumba y en el otro lateral encontré la estrella, una grande de cinco puntas, también con una palma y un olivo unidos con moño y lazo. En conjunto, los dibujos son muy lindos, aunque extremadamente modestos si se toman en cuenta a las demás tumbas.
La tapa superior trae otra inscripción que no tiene que ver con Elisa: “Famille Martin”. Se lee sobre uno de los bordes de la tapa y la inscripción en francés en la cara superior de que una mujer, Estelle Martin, falleció el 18 de febrero de 1900 a la edad de 66 años. Elisa tuvo compañía 14 años después de ser enterrada. Era usual en aquella época, al estar limitado por los ingresos económicos, vender uno de los espacios de la tumba familiar. Los tres hijos de Elisa y Francisco seguían vivos en 1900, Enrique, Carlos Honorio y Federico, por lo tanto, la venta fue decisión de ellos.
El Paraguay en una lápida
Toda la historia del Paraguay de la guerra parecía volcarse en esa tumba (actualmente sin los restos ya de Madame Lynch). Y Elisa, expulsada del Paraguay, y llevando adelante una guerra sin cuartel por recuperar las miles de hectáreas que le fueron adjudicadas al solo título –como dice Héctor Pedro Blomberg– de ser la “Dama del Paraguay”.
Coloqué los claveles sobre la tumba. Elisa ya no está ahí. No sabría decir si el uso de los símbolos patrios –que había indignado a Héctor F. Decoud– y el castellano hayan sido una elección en vida o una estrategia política utilizada por sus hijos, sobre todo Enrique, quien se encontraba convencido en seguir la senda política de su padre y llegar a la presidencia del Paraguay. Mostrar a una “patriótica” Elisa, quizás podría ayudarlo a recuperar las miles de hectáreas de yerbales.
“… A las 9 y media de la mañana”
Lejos de sus hijos, y en fase terminal de un cáncer de estómago, Elisa Alicia Lynch fue encontrada muerta por su empleada doméstica la mañana del 26 de julio de 1886. Ya no era ella, la mujer más poderosa del Paraguay, la que tenía los mejores vestidos, las mejores joyas, la vajilla más fina, las paredes empapeladas y las telas de brocados de seda. La que tenía una estación del ferrocarril a pasos de su casaquinta. El piano que aún se habían llevado en plena guerra hasta Piribebuy y el libro con partituras que Panchito había pedido al ministro Falcón para que le sean encuadernados “para mamita” solo podían quedar en algún lugar de su corazón, el mismo que tuvo que llorar la partida de cuatro de sus hijos, Corinne y Miguel, bebés, y Leopoldo de niño; y en Cerro Corá a su Panchito; de su esposo, Francisco Solano.
Después de casi una hora y el regalo de unos minutos de rayos de sol, salimos de Père Lachaise. Para hacerlo, tomamos un camino más largo, en solitario, lleno de niebla y de cuervos. Cada uno ensimismado en sus pensamientos. Quizás igual de parecido al Paraguay al terminar la cruenta guerra.
Texto y fotos: anabarretovalinotti@gmail.com