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Doña Rosa Peña Guanes fue hija de don Manuel Pedro de la Peña, otro gran maestro, y doña Rosario Guanes. Nació en Asunción, el 30 de agosto de 1843. Fue bautizada un día después en la catedral asunceña. Su niñez la pasó en la capital paraguaya. Al poco tiempo, falleció su madre y quedó al cuidado de su padre, quien es célebre por haber sido perseguido y puesto en prisión por orden del dictador Rodríguez de Francia a la joven edad de 17 años.
Para distraer sus horas de prisión, había pedido que se le dieran algunos libros para leer y el dictador le remitió un diccionario, el que el prisionero Manuel Pedro de la Peña se aprendió de memoria. Sus amigos, burlando la vigilancia –o sobornando a los guardias– le hacían llegar libros de Derecho y de otras disciplinas, con los que el joven prisionero forjó sus conocimientos de manera autodidacta.
Luego de varios años de prisión, pudo salir de las mazmorras francistas en 1841. Se enamoró de una joven asunceña, Rosario Guanes, con quien se casó y fue padre de cuatro hijos, entre ellos una niña, nacida el día de santa Rosa de Lima.
Los hijos del matrimonio Peña Guanes siguieron sus estudios en Asunción, suponemos que con maestros como Escalada, Quintana, Benítez o Téllez, pero, unos años después, De la Peña enviudó, y él y sus hijos tuvieron que trasladarse a Buenos Aires, pues se había enemistado con el presidente Carlos Antonio López, de quien fue primeramente amigo y asesor.
Alumna de Sarmiento
En la capital porteña, Rosa Peña Guanes se educó en la Escuela de Huérfanas de la Merced, dependiente de la Sociedad de Beneficencia Bonaerense, donde sus padres la ingresaron debido a las estrecheces económicas que sufrieron lejos de la patria.
Como fue una alumna aplicada, sus propias benefactoras le costearon sus estudios de magisterio y tuvo como maestro a nada menos que a Domingo Faustino Sarmiento, el gran maestro sanjuanino, quien siempre le tuvo consideración, al notar en ella sus destacadas dotes de educadora y formadora de mentes, pues, aun siendo estudiante, ya enseñaba en algunas escuelas porteñas.
A poco de egresar de la escuela de magisterio, la joven empezó efectivamente su tarea de docente, en la que se destacó por su dedicación y espíritu de superación. Algunos años después, en 1868, cuando Sarmiento ocupó la presidencia de la nación argentina, nombró a Rosa Peña directora de una importante Escuela de Niñas de Buenos Aires, cargo que ejerció hasta los primeros meses de 1869.
Regreso a la doliente Asunción
El padre de Rosa Peña Guanes falleció en Buenos Aires a finales de 1867, víctima de la epidemia de cólera que asoló la ciudad. Rosa y sus hermanos Otoniel, Benigna, Ángel y Blas, acompañados de su madre, doña Rosario Guanes viuda de De la Peña, decidieron regresar al Paraguay, cuando se enteraron de que Asunción fue ocupada por las fuerzas aliadas.
Rosa comunicó la decisión familiar al presidente Sarmiento, quien trató de retenerla en Buenos Aires, alegando que en la capital porteña la esperaba un brillante porvenir como maestra y una vida llena de comodidades.
Convencida de que debía volver, pues su futuro no era vivir las delicias de una cómoda existencia bonaerense, sino de acompañar a sus compatriotas en la tarea de resucitar al Paraguay de su agonía de un lustro, decidió llevar adelante sus planes de regresar a Asunción.
Llegada a la doliente capital paraguaya, la joven maestra fundó una de las primeras escuelas privadas de la posguerra con sus modestos ahorros. Su escuelita, tiempo después, se convirtió en la Escuela Normal de Niñas, donde, el 31 de enero de 1879 egresaron las primeras maestras formadas en el país: Susana Dávalos y las hermanas Joaquina y Rafaela Machaín, esta última de destacada actuación durante la Guerra del Chaco. A estas siguieron muchas más.
Maestra y primera dama
En la segunda mitad de 1870, la joven maestra se casó en Asunción con un joven político de ascendente carrera, don Juan Gualberto González.
Tuvo la suerte doña Rosa de que su marido fuera designado ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública. Durante su gestión como tal en el gobierno del presidente Bernardino Caballero y con el aliento de su esposa–que le secundaba en la tarea de la promoción de la instrucción pública–, el ministro González llegó a crear, decreto del poder Ejecutivo mediante –del 30 de enero de 1884–, 24 escuelas en otras tantas ciudades del país: Concepción, Encarnación, Itauguá, Luque, Pilar, San Lorenzo, San Pedro, Paraguarí y Villa Rica con escuelas de primera clase; y de segunda clase, en Caapucú, Caazapá, Caraguatay, Carapeguá, Humaitá, Itá, Pirayú, Quiindy, San Estanislao, Santiado, Villa Florida, Villeta, Yaguarón, Ybycuí y Yhacancuazú. Esas 24 escuelas, además de otras en Asunción, se deben al impulso dado por doña Rosa a la educación paraguaya, desde su condición de educacionista y esposa del ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública.
La principal preocupación de esta señora de la educación paraguaya fue la instrucción escolar de las niñas del país, quienes por pruritos machistas estaban relegadas a las tareas del hogar y cuya instrucción no iba más allá de aprender los rudimentos para desempeñar eficazmente sus tareas de esposa y madre. Doña Rosa consideraba, con acierto, que una esposa y una madre podía ser mejor esposa y mejor madre si era una esposa y madre instruida.
Aun así, dura fue la tarea de doña Rosa. No es fácil romper esquemas seculares, pero podemos decir que su tarea tuvo resultados, al ver que desde entonces y hasta nuestros días, la mujer paraguaya fue ganando espacio en la vida nacional con pioneras, como las Speratti, las Machaín, las Dávalos y la lista sería larga.
Además de su tarea de educacionista, como esposa de un miembro del gabinete de ministros, le cupo desarrollar numerosas funciones oficiales y sociales: presidió la comisión de agasajos a la delegación uruguaya que devolvió los trofeos de guerra en mayo de 1885.
El presidente de la delegación, que no solo devolvió los trofeos, sino que fue portador de una copia de la ley del Congreso uruguayo que condonaba la deuda de guerra, también entregó a Rosa Peña de González 10 000 pesos oro. Con esa suma, ella propició y consiguió la construcción del Asilo Nacional ubicado en el lugar donde su ilustre predecesor, el maestro Juan Pedro Escalada, había establecido su escuela en los años anteriores a la guerra. En ese lugar tuvieron amparo, techo y comida numerosos menesterosos de la ciudad y ciudades cercanas.
Cuando su marido asumió la primera magistratura acompañó su accionar cercanamente cumpliendo sus tareas de primera dama de la República.
En 1893 se realizó la colocación de la piedra fundamental del nuevo templo de La Encarnación. El acto fue bendecido por el vicario capitular monseñor Claudia Arrúa, y apadrinaron el acto el presidente de la República y la primera dama, doña Rosa Peña de González.
En esos días también inició una campaña para la construcción de un monumento dedicado a los próceres de mayo de 1811. Se colocó la piedra fundamental, pero, poco después, fue derrocado el gobierno y el proyecto se quedó en aguas de borraja. Con respecto a este frustrado monumento, hace unas décadas, durante unos trabajos de remodelación de la plaza, se encontró la piedra fundamental con la que se había depositado monedas de la época, documentos y periódicos de la época. Como siempre, la fantasía de los tesoros escondidos estalló con ese hallazgo, que al final no fue otra cosa que el hallazgo de la piedra fundamental de aquel soñado monumento.
Retrato de una dama
La familia presidencial vivía en la mansión que había pertenecido al general Vicente Barrios y su esposa, doña Inocencia López, hija de don Carlos Antonio López. En ese lugar Rosa Peña de González inició la costumbre –antes lo hacía habitualmente Elisa Lynch– de agasajar a diplomáticos y dignatarios extranjeros por medio de cenas y elegantes recepciones.
La primera dama, según un testimonio publicado por la historiadora Beatriz Rodríguez Alcalá de González Oddone, era “una dama distinguidísima, poseedora de un extraordinario don de gente, cultísima, a lo que agregaba sólida instrucción y brillante inteligencia”.
Según una dama que la conoció, dice la historiadora, doña Rosa “era alta, más bien robusta, de rostro noble y modales suaves, aun cuando sabíase severa. Peinaba sus cabellos en dos gruesas trenzas y lucía unos cuellos, orlados de puntillas, inmaculadamente blancos”.
Así como dignificó su condición de primera dama, doña Rosa supo sufrir los momentos difíciles que le tocaron vivir, como aquel 9 de junio de 1894, cuando fue derrocado el gobierno presidido por su marido. Dos semanas después de aquel hecho tuvo que poner a remate sus muebles, para acompañar al defenestrado mandatario al exilio en Buenos Aires.
Cinco años duró la estadía en su exilio bonaerense hasta que llegó el ingrato día de su fallecimiento en la capital argentina, el 8 de noviembre de 1899. Años después, sus restos fueron repatriados y depositados en el claustro familiar del cementerio asunceño de La Recoleta.
Así terminaron los días de aquella mujer, de aquella maestra que, según una exalumna suya,“no se limitaba a inculcar conocimientos, a instruir; ella iba más lejos, afanándose por modelar el carácter y la moral de los educandos, valiéndose para ello de la palabra y el ejemplo”.
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