La historia del vino (I)

Contar la historia del vino, testi­go de la civilización, es narrar la historia de los hombres. La vid, al igual que el trigo y la fabricación del pan, la ganadería y la fabricación de los quesos, exige tiempo y requiere esfuerzos y des­trezas.

La historia del vino
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En Europa y Oriente, la vid cre­cía en estado salvaje, y la idea de extraer de sus frutos una bebida fermentada se remonta a los tiempos más lejanos. Sus primeros cultivos se sitúan en el Cáucaso o la Mesopotamia, aproximadamente seis mil años antes de nuestra era. Tres mil años más tarde, el vino se encontró en el este del Mediterráneo, en Fenicia y Egipto, donde los ritos funerarios recurren a él. Llegó luego a Grecia, hacia el año 1000 a. C., y se difundió por Italia y África del Norte. Unos quinientos años más tarde, seguimos su rastro en el sur de Francia, en España y Portugal, y los romanos lo hicieron llegar hasta al norte de Europa.

De DionisIo a Carlomagno

La Grecia antigua, cuna de la viticultura en Europa, atribuye a Dionisio el divino arte de hacer vino. Pero cuando Hesío­do, en Los trabajos y los días, describe la plantación y el cuidado de las vides en su campo de Beocia habla de técnicas com­probadas de maduración, vendimia y prensado. Prácticamente, todos los vinos griegos eran tintos y dulces, picantes y con aportaciones de resina o agua de mar hervida y filtrada, y nunca se consu­mían puros, sino cortados con agua.

Gracias a De agricultura, de Catón, y luego a los cuentos de Plinio o Colu­mela, sabemos con precisión cómo los romanos cultivaban, tallaban e injerta­ban la vid, cómo fabricaban sus vinos y cuáles eran sus gustos.

Los grandes viñedos famosos eran los de Capua, Na­póles, Pompeya, Vesubio y Cumas, pero el vino más reputado era el de Falerno, blanco o tinto, largamente envejecido. Los vinos más corrientes se bebían generalmente jóvenes y cortados con agua.

Fueron los galos quienes, al inventar la barrica de roble con dos fondos llanos (tunna, en celta), hicieron del arte de producir el vino, conservarlo y transportarlo, un adelanto decisivo.

Aclimatadas en Burdeos, el valle del Ródano, Borgoña y el Mosela, las cepas italianas favorecieron la extensión de los viñedos y la competición entre los vinos romanos y los galos aumentó. En el año 92, el emperador Dioclesiano decidió arrancar la mitad del viñedo galo, orden que –sin duda– no llegó a ser totamente aplicada y fue revocada en el 280, seguida de una extensión todavía más grande de vides hasta España y Ale­mania. Esta cultura fue incentivada por Carlomagno, quien poseía sus propias viñas en Borgoña.

(*) Del libro Vinos de leyenda, de Barcel Baires América..

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