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–Padre, ¿es cierto que se va del país?
–Noo, quién le dijo... Bueno, no es el primero que me lo pregunta. Debe ser por el homenaje que me hicieron en junio porque me despedí del Suplemento Antropológico, la revista fundada por (Miguel) Chase Sardi, Adriano Irala Burgos y Bartomeu Melià en el 65 y del cual fui director 24 años desde 1994. Ahí me dedicaron algunas páginas que resumieron mi trabajo…
–¿Hace cuánto que vive en Paraguay?
–Cumplí 40 años de los 76 que tengo ahora. Ahora quiero reducir mi esfera de trabajo, dedicarme a la Comisión Nacional de Bilingüismo donde están 12 personas, prácticamente ad honorem, que deben asesorar al ministro (de Educación) en la política lingüística de las escuelas indígenas y no indígenas. En esa dinámica estoy. Pienso apoyar eso.
–¿De qué parte de Italia?
–Soy de la región norte, de Lombardía. Mi padre era un comerciante próspero. Éramos 10 hermanos. Cuatro ya se fueron. Soy el mayor de tres varones que quedan y tres mujeres. Los veo cuando viajo a un congreso y me queda cerca visitarlos.
–¿Cómo llegó a recalar aquí?
–Fue cuando pasó por allá, por Milán, el superior provincial. Buscaba alguien que le ayudara a modernizar la Escuela Técnica del Salesianito. Yo era entonces ingeniero químico y también ingeniero civil. Enseñaba en la Universidad de Bolonia. Entonces, me alisté. Pasamos la imprenta del plomo al off set. Conocí luego a Chase Sardi y me cautivó el interés por el tema indígena.
–¿Cuántos idiomas?
–Hablo bien inglés, alemán, portugués, el italiano –mi lengua– y el español; y bueno, latín, griego, ayoreo, guaraní por supuesto…
–Un políglota total…
–El alemán lo supe desde chico. La región norte de Italia pertenecía al Imperio Astrohúngaro. Mi abuela paterna nació bajo el Imperio...
–¿Cuántos libros?
–Más de 20. “Ecos de la selva”, que es el diccionario ayoreo, “Sabiduría de la selva”, que son textos en la lengua ayoreo y en castellano sobre la vida, relatos de ellos. Viví varios años en el monte con los ayoreos
–Ahí donde está Iquebi, el último silvícola capturado...
- Sí, allá en los confines del Chaco después de los menonitas. Ellos tienen varias comunidades, una de ellas está en Chovoreca, la serranía que divide al Paraguay de Bolivia. Con la Asociación Indigenista del Paraguay (AIP) les entregamos en el 92 unas 20 mil hectáreas después de mucho trámite. Es un bosque maravilloso, la región ancestral de José Iquebi. En los alrededores, se están instalando algunas estancias, sobre todo de extranjeros: brasileros, uruguayos...
–¿Qué hizo con ellos?
–Por ejemplo, el primer diccionario de la lengua ayoreo. Está vigente desde hace como 15 años. Tienen un vocabulario muy extenso...
–¿No es una leyenda urbana eso de la existencia de los silvícolas?
–No. Existen. Nosotros encontramos huellas, fogones. No son muchos los silvícolas. Deben ser no más de 50. Se mueven mucho. Se encuentran rastros en alguna picada de Chovoreca y se ven rastros a veces cerca de Cerro León, más abajo...
–¿Hay contacto con sus parientes ya integrados?
–No. Tienen miedo. Tienen miedo de los blancos y de los mismos ayoreos (integrados). Piensan que son enemigos. Creen que los integrados se entregaron a los blancos. Se consideran traicionados. Es lo que sucedió en el 87 cuando eran muchos más los silvícolas...
–¿Qué pasó?
–La matanza, una tragedia que nos obligó a respetar a los indígenas
–A ver si nos refresca un poco...
–Unos fundamentalistas evangélicos –se llamaban “Nuevas Tribus”– sobrevolando en avión divisaron una pequeña aldea (de silvícolas). Entonces organizaron una expedición por tierra con 34 ayoreos de la comunidad Campo Loro, cerca de Teniente Montanía. Al llegar a la aldea, les gritaron en el idioma de ellos: “Somos ayoreos, venimos en paz”. Los de la aldea, les advirtieron: “No se acerquen. No confiamos en ustedes”. Se prepararon para la guerra, con arcos y flechas, la macana, esos mazos de madera durísima como el acero. Las mujeres y los niños corrieron al monte. Quedaron entre siete y ocho guerreros. Discutieron. Los visitantes, misioneros fundamentalistas fracasaron en su intento de llevarlos con ellos y entonces intentaron conquistarlos con una táctica usada por los ayoreos en la lucha.
–¿Cómo es?
–Tenían que tocarles. Tocar al enemigo significa que ya está conquistado. Es como un juego de niños. Llegaron a tocar a uno de los guerreros. Eso provocó la reacción de los dueños de casa que mataron a cinco y machetearon a cuatro. Estos últimos no murieron. Umaí se llamaba uno. Llevaba una grabadora y la Biblia en la mano. Cuando cayó, su grabadora siguió grabando todo el forcejeo, la pelea y la tragedia. Fue algo impresionante...
–¿Cuándo sucedió?
–Después de Navidad, el 30 de diciembre de 1987. Está publicado en un libro de José Perasso, “Historia de una cacería humana”.
–¿Cuál es su conclusión?
–A partir de ese trágico desencuentro, nosotros remarcamos que eso no se debe hacer nunca más. Muchos pidieron inclusive la expulsión de esos grupos evangélicos fundamentalistas pero no prosperó porque eran grupos muy protegidos por la embajada de Estados Unidos que salió en defensa de ellos. Pero se obtuvo de la Fiscalía la protección sobre el territorio de los silvícolas. Se prohibió el ingreso con maquinarias, o de equipamiento que haga ruido hasta que los indígenas vayan saliendo espontáneamente de la selva. A partir de aquel incidente hubo hasta tres grandes grupos que abandonaron el monte. El último salió en el 2004.
–Los religiosos, de todos modos, van en busca de proselitismo. En el fondo se busca conquistarlos...
–No, no, no. Antiguamente era así. Ahora, las Iglesias cristianas tradicionales –luteranos, anglicanos, católicos– desde los años setenta aproximadamente imprimieron un giro. Se empezó a reconocer el valor de las religiones indígenas, sus tradiciones, su culto; no solo se aprendió a respetarlas sino a apoyarlas incluso. Algunos pastores de sectas están todavía hoy con la idea de que los chamanes, las religiones indígenas vienen del diablo, que son brujerías, etc. como ese caso que la prensa divulgó en estos días...
–¿Cuál?
–El caso de ese pastor que secuestró las herramientas y elementos religiosos de un chamán anciano. Las grandes religiones evolucionaron sin embargo y aceptaron, pero esas sectas todavía están con esas ideas.
–¿De dónde su interés por los ayoreos?
–Quería saber cómo son los seres humanos que no han tenido contacto con el mundo conocido; cuáles son sus aspiraciones, sus sentimientos, sus pensamientos, su manera de vivir, su metodología... También quería dejarme invadir por su manera de ser. La experiencia me enriqueció y me considero un privilegiado. Raramente yo venía a Asunción en esos años. Me criticaban mis amigos: “Qué le vas a enseñar vos a los indígenas”. Yo les respondía: “Yo no me voy para enseñarles nada. Voy para aprender...”.
–¿Se quedaba con ellos?
–Sí, claro. Viví cinco años en una choza como ellos. Venía a Asunción dos o tres veces por año. Tenía una choza de karanda’y, piso de tierra, sin revoque, con mi fogón, el baño en el río, en el monte. Iba a cazar con ellos. Comía lo que comían ellos.
–¿No enfermó?
–Nunca me enfermé, ni una acidez, una diarrea o vómito tuve. Nada.
–¿Qué comen los indios?
–Mucha carne del monte: venado, oso hormiguero, tortuga. Se come todo asado...
–¿Sal?
–Cada 15 días pasaban los macateros por el río Paraguay de donde nos aprovision´´abamos.
–¿Dónde es?
–La comunidad María Auxiliadora (Alto Paraguay). Me acuerdo que llegué una noche con ese barco “Cacique II” que zarpó de la playa Montevideo, donde está ahora la Costanera. Salí un lunes de mañana y llegué el miércoles de noche. Había que bajar en canoa, entre camalotes y barro, porque había un barranco muy grande. Había una tabla como puente que se movía mucho. No me pude equilibrar y caí al agua de repente, en medio del barro. Ahí estaban todos los ayoreos mirando. Se mataron de la risa (se ríe).
–Se dieron cuenta de que no era un superhombre...
–Efectivamente. Pensé enseguida en los yacarés, las víboras, las alimañas. Pero bueno, me tomaron cariño porque me vieron débil, inexperto. Pero la cosa no paró allí. Al día siguiente me prepararon otra broma. Era la primera vez que me introducía a una choza indígena, con el catre de tela dura, ese que se abre y se cierra, con mosquitero encima. Me dormí con un ojo abierto. Tenía miedo. Escuché que algunos llegaron recién del monte con fama de matones...
–A los ayoreos le llamaban “los moros”...
–Sí, o “Pyta jovái”. Y bueno, al día siguiente, al amanecer me levanté porque todo el mundo ya estaba arriba. Al abrir la puerta –que se abre hacia afuera– se me cayó encima una curiyú (boa) enorme, pesada, de tres o cuatro metros. Me sentí morir...
(continuará mañana...)
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