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Me trajo a la memoria la última llamada a elecciones nacionales que hizo la dictadura, en febrero de 1988, cuando a pedido de un amigo de la oposición integré una mesa receptora de votos en la escuela Mtro. Fermín López de Piribebuy. Recuerdo que se cumplió todo el proceso: apertura de las actas, boletines de votos, cuarto oscuro, certificados de votación, etc. Y fue a votar un importante número de conciudadanos, liberales y colorados. Hasta se realizó el conteo de los votos. Lo único raro ocurrió a la hora de asentar en acta el resultado final. Entonces, aparecieron unos señores trajeados que llegaron de Asunción y comenzaron a recorrer cada mesa dictando la cantidad de votos que se debía asentar en cada acta. Al Partido Colorado 88 por ciento, al Partido Liberal 9 por ciento, votos en blanco 2 por ciento, votos nulos uno por ciento, y así, con variación de dos o tres cifras en cada mesa.
Así se votaba hace 15 años. Luego cayó la dictadura en 1989, y la primera conquista ciudadana fue la convocatoria a elecciones libres ese mismo año. Luego vinieron las internas, las municipales, la Constituyente y las generales del 93. Un poco antes de estas elecciones fui testigo en Tobatí de aquella propuesta ñatrampeaimíta lo mitã, de Blas N. Riquelme. Era un poco por costumbre y porque el candidato no era el mejor, según el mismo definió.
Desde entonces la votación se ha convertido en símbolo de la democracia. En la ley electoral se ha establecido incluso que hasta las comisiones vecinales se deberían elegir por voto directo. Pero a pesar de tantas prácticas, aquellos hombres de trajes oscuros no dejaron de tener su importancia a la hora de asentar el resultado. Quizás ya no en las actas que se completan en los locales de votación, pero sí en aquella del escrutinio final. Así pasó con Luis María Argaña en diciembre del 92. Tuvo más votos en las mesas, pero un tribunal especial le dio el triunfo a otro. Lo mismo pasó con Lino Oviedo cuando ganó en el 97, se reconoció primero, pero después un tribunal especial le sacó de carrera. Eso solo para citar dos casos sin tener en cuenta los cientos de denuncias de robo de votos en las internas.
Por eso, ahora que se da la ocasión de cambiar el método de votación, es natural la reacción del partido que gobierna este país hace 60 años. Por las dudas, porque ha de ser más difícil integrar un tribunal de software, si por ahí pierde el que tiene que ganar.
Así se votaba hace 15 años. Luego cayó la dictadura en 1989, y la primera conquista ciudadana fue la convocatoria a elecciones libres ese mismo año. Luego vinieron las internas, las municipales, la Constituyente y las generales del 93. Un poco antes de estas elecciones fui testigo en Tobatí de aquella propuesta ñatrampeaimíta lo mitã, de Blas N. Riquelme. Era un poco por costumbre y porque el candidato no era el mejor, según el mismo definió.
Desde entonces la votación se ha convertido en símbolo de la democracia. En la ley electoral se ha establecido incluso que hasta las comisiones vecinales se deberían elegir por voto directo. Pero a pesar de tantas prácticas, aquellos hombres de trajes oscuros no dejaron de tener su importancia a la hora de asentar el resultado. Quizás ya no en las actas que se completan en los locales de votación, pero sí en aquella del escrutinio final. Así pasó con Luis María Argaña en diciembre del 92. Tuvo más votos en las mesas, pero un tribunal especial le dio el triunfo a otro. Lo mismo pasó con Lino Oviedo cuando ganó en el 97, se reconoció primero, pero después un tribunal especial le sacó de carrera. Eso solo para citar dos casos sin tener en cuenta los cientos de denuncias de robo de votos en las internas.
Por eso, ahora que se da la ocasión de cambiar el método de votación, es natural la reacción del partido que gobierna este país hace 60 años. Por las dudas, porque ha de ser más difícil integrar un tribunal de software, si por ahí pierde el que tiene que ganar.