La gente y sus normas morales (3)

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Difícilmente se podrá encontrar en esta vida una realidad tan admirable y valiosa como una persona sincera, trabajadora y honesta. No solamente la admiramos, sino también la mezquinamos, como una obra de arte, sin menoscabo humano de ninguna laya. Si es mujer y bonita, apreciamos su belleza y su delicada compostura.   
Muchos suelen decir que hoy día ya no hay varón o mujer de esta personalidad tan lograda. Poca gente, en efecto, busca hoy día un talante de vida distinguida; nos abandonamos más bien a lo plebeyo y nos acomodamos a lo común y corriente vulgarizado.   
Por todo lo que ya llevamos dicho, en el mundo cultural de hoy día, la moral no tiene donde reposar la cabeza: o porque no hay libertad en el hombre, según dicen; o porque la razón humana es incapaz de hallar reglas morales claras y seguras.   
A pesar de todas estas oscuridades y muchos reveses de la vida, el hombre sigue caminando a la luz de su propia razón y a la luz de Dios creador que acompaña al mundo como una roca indefectible de segurísima esperanza.   
Es hora, entonces, de lavarnos la cabeza de tantas ideologías errabundas, para entrar dentro de nosotros con buen juicio, volviendo a nuestra naturaleza, es decir, a la casa paterna, como lo hizo aquel desventurado hijo pródigo del que nos habla el evangelio (Lucas 15,11).   
Dentro de nosotros y fuera de nosotros, hay malignas aves de rapiña que no buscan sino perdernos. Por eso, es muy necesario asentar la cabeza en la verdad del hombre y en la verdad de Dios.   
Por consiguiente, dejando atrás timideces e inútiles rodeos, vayamos rápidamente a las reglas aquellas, claras y seguras que nos enseñaron hace tiempo en el catecismo de la infancia. Allá aprendimos de memoria los diez mandamientos de la ley de Dios que nuestro Creador y Señor entregó a Moisés, hace ya más de tres mil años. Diez palabras, breves y memorables, el Decálogo, que ningún hombre por pequeño o grande que se estime debiera desconocer.   
Ahí encontramos las reglas fundamentales según las cuales debe caminar toda conducta humana.   
Lo primero y lo primario, se nos dice: es vivir en presencia de Dios con filial sumisión y obediencia racional y libre. Porque Dios no quiere ni sometimiento ni obsecuencia de esclavos. Dios no quiere devoción o culto de temblorosos o hipócritas servidores. Dios busca que le adoremos en espíritu y en verdad (Juan 4, 13).   
Este es el sentido profundo de las tres primeras reglas del Decálogo.   
Las otras que siguen, ordenan nuestras múltiples relaciones: las que nos vinculan a nuestros padres o hijos, las que nos vinculan con variados compromisos a nuestros prójimos; como la guarda y el respeto de la vida y de los bienes ajenos; como el uso limpio y digno de la sexualidad que el Creador nos otorgó como simiente del amor y de la vida.   
Todo esto está en el Decálogo; claro, preciso y sin oscuridades o rodeos ideológicos. Por eso decía San Pedro, el primer papa, visitando la casa de un centurión romano, hombre pagano, pero piadoso con Dios y benévolo con la gente: "En cualquier nación el que le teme a Dios o practica la justicia le es grato" (Hechos 10,35).   
Ya debe ser un hombre muy abandonado en la oscuridad de su conciencia, el que viviendo en un país cristiano como el nuestro olvide o ignore estas limpias y espontáneas razones de la moral aprendida desde la lejana infancia.
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