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Bienvenido al infierno... está escrito con sangre en una de las mugrientas paredes de Tacumbú. No está lejos de la verdad porque esta es una de las correccionales más superpobladas del mundo. En un espacio de no más de dos hectáreas (20.200 m²) sobreviven más de 3.000 internos. Fue inaugurada en octubre de 1955 en el barrio que le dio su nombre. Al principio estaba preparada para 800 presos, pero con los años se fueron reduciendo espacios de recreación y en la actualidad se estima que puede albergar a 1.200. Sin embargo, en la fecha, la planilla da cuenta de 3.147 que conviven en condiciones infrahumanas, algunos con apenas pedazos de espumas o mantas que tiran en cualquier parte para dormir, y en contacto directo con personas con sida, sífilis, tuberculosis y enfermos mentales.
Es un mundo donde la sordidez no tiene límites. El hacinamiento de los condenados (apenas 701) y procesados (2.446) y la violencia tenebrosa impregna el mismo aire que se respira. La estadística oficial señala que se registran alrededor de 15 muertes violentas al año; sin embargo, los internos aseguran que llegaron a tirar 20 cadáveres en una sola madrugada.
Recorrer el recinto es una experiencia dramática. Tanto por el estado calamitoso del lugar como por el mal aspecto que presentan los internos. Muchos de ellos parecen muertos que caminan, o peor aún, caminan hacia la muerte segura. Un funcionario, mirando a los más jóvenes, nos dice que muchos de ellos no llegarán a los 40 años.
Las celdas están atestadas, sucias, húmedas y sin ventilación. El aire es pestilente con una mezcla de olor a comida, cloaca y humedad. Más de uno sale del recinto con náuseas y dolor de cabeza.
Tacumbú, en vez de servir como una institución de rehabilitación de los delincuentes como lo establece la legislación penal, se convirtió en la mejor escuela para todo tipo de delitos de todos los tiempos.
Fotos: Heber Carballo y Fernando Romero