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El tema preocupa de tal manera que incluso jerarcas de la Iglesia se han pronunciado al respecto y han tomado posición, a raíz de un peligro inminente de contaminación a causa de algunos proyectos industriales. Actitud sana, por cierto, ya que la salud de los ciudadanos y, en última instancia, la salud del propio planeta son cuestiones que deben ser tomadas en serio. Para evitar torcidas interpretaciones quiero dejar bien claro que nada tiene que ver esto con los pros y los contras relacionados con la empresa Rio Tinto.
Aparte de las fotografías que con cierta frecuencia se publican en este diario, tomadas a veces por los fotógrafos de su equipo o por lectores, no encuentro nada que se refiera, con cierta seriedad, a las toneladas de gases venenosos (dióxido y monóxido de carbono) que son arrojados al aire por vehículos, especialmente del transporte público, al aire que respiramos. Esa bocanada de humo negro, nauseabundo en el estricto sentido del término pues produce náuseas, peligrosamente venenoso, cancerígeno, pasa absolutamente desapercibida y no le molesta a nadie. La causa es simple: su denuncia no despierta fervores políticos ni adhesiones ni coloca a nadie en el centro de los reflectores. Sin embargo, es más dañino porque mata sin que nos demos cuenta.
Durante décadas, arqueólogos norteamericanos buscaron en sus excavaciones en Roma esqueletos de la época del Imperio. Habían desarrollado la teoría de que la decadencia de Roma se debió sí, a lo que siempre se dijo, a la degeneración, pero no de las costumbres, sino del físico de los ciudadanos ante el exceso de plomo en el organismo. Los romanos utilizaban en la cocina utensilios de plomo o con un alto contenido de plomo que dejaba sus residuos en los alimentos al ser cocinados. De allí al organismo y a los huesos. En breve: querían alertar sobre el peligro del exceso de plomo que estamos consumiendo hoy día a través de los gases de los automóviles.
Se hicieron estudios en México sobre los chicos que vagabundean por las calles. El resultado fue pavoroso: el exceso de plomo en el organismo afecta al crecimiento, a los huesos, favorece diferentes tipos de cáncer, especialmente de los riñones, los pulmones y los huesos.
Hace varios años estaba haciendo fotografías de la ciudad y me instalé en el paseo central de la avenida República Argentina, a la altura de la terminal de ómnibus. La cámara que entonces utilizaba me demandaba de 15 a 20 minutos prepararla. En definitiva, habré estado allí no más de media hora, en un momento de mucho tráfico. Cuando terminé de guardar el equipo, sentí unas náuseas muy fuertes y el sabor amargo e irritante de los gases de los escapes. Pensé que si así de mal me sentía por haber estado expuesto un poco más de media hora a ese aire enrarecido, cuál debe ser la situación de los niños que allí estaban limpiando los vidrios de los coches o pidiendo una moneda a los conductores. Y allí pasaban (seguirán pasando) no media hora, sino el día entero.
Hablemos de contaminación, hablemos con seriedad, con responsabilidad, de esa contaminación que nos afecta en el día a día; la contaminación que está acabando con nuestros niños. Hagamos una prueba: preguntémosle su edad a ese niño que se acerca a pedirnos una moneda y apenas llega a la ventanilla del coche. No, no tiene seis o siete. Tiene diez, quizá once. Lastimosamente los fondos para la sanidad pública en nuestro país apenas alcanzan para salvar un puñado de vidas, ni mucho menos todas. Hubiera sido ilustrativo poder medir el nivel de plomo que hay en el organismo de esos niños, un plomo que no se elimina porque es acumulativo. Otra prueba: miremos las hojas de los arbolitos que intentan crecer en el paseo central de la avenida Eusebio Ayala: están chorreando aceite negro, literalmente. Seamos serios y hablemos de contaminación porque es un problema que está a mano, porque es grave, porque es real y no porque mañana vamos a salir en los titulares de la primera plana de los diarios.
jruiznestosa@gmail.com