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“En desarrollo del Acuerdo sobre CFHBD y DA tanto la Fuerza Pública como las FARC-EP, deben cumplir con las Reglas que rigen el CFHBD y DA, así como con los demás capítulos y protocolos que integran el Acuerdo sobre CFHBD y DA. El MM&V tiene acceso sin limitación a las ZVTN estipuladas en el anexo X del presente acuerdo y a las unidades de la Fuerza Pública, comprometidas en los dispositivos estipulados en el anexo Y del presente Acuerdo”.
Con toda seguridad, solo un pequeño porcentaje de los colombianos leerá el texto entero. Pareciera que el Gobierno Colombiano cuenta con eso, pues, junto con sus partidarios, está en plena campaña promocionando la idea de que quienes critican el acuerdo favorecen la guerra. Quienes lean el documento, sin embargo, entenderán por qué la ONG defensora de derechos humanos Human Rights Watch lo critica en términos severos. José Miguel Vivanco, representante de la ONG, califica el acuerdo de “fachada de justicia en nombre de la paz” y sostiene que garantiza la impunidad.
Colombia representa un retroceso en la práctica internacional. Desde el caso sudafricano a principios de los noventa, los crímenes de guerra o lesa humanidad han sido procesados en cortes internacionales o cortes ad hoc donde se imparte justicia como parte de los acuerdos de paz. No así en el caso colombiano que “castiga” a tales criminales con servicio comunitario y no con la privación de la libertad.
Es más, los mismos criminales confesos tendrían derecho, contrario a la Constitución colombiana, a participar en la política incluso mientras cumplen su supuesta condena. El acuerdo garantiza 10 escaños a las FARC en el Congreso y 16 más en ciertas zonas especiales que se crearán y en las que los partidos que ya están representados en el Congreso “no podrán inscribir candidatos”.
De tal manera que Colombia bien puede esperar la influencia política legitimada de un futuro senador Timochenko, jefe de la guerrilla. Es como si en el Perú en los noventa se hubiera optado por negociar con Sendero Luminoso en vísperas de haberlo derrotado (las FARC estuvieron cerca de colapsar antes del proceso de paz) y hoy tuviéramos a Abimael Guzmán y su partido en el Congreso.
Todo esto con el apoyo generoso del Estado. El acuerdo asegura que el Gobierno financiará al partido de las FARC y la difusión de sus ideas. Pagará, además, un “centro de pensamiento y formación política” de las FARC, un canal de televisión y 31 emisoras de radio. Según Rafael Nieto Loaiza, ex viceministro de Justicia, el nuevo partido de las FARC “recibirá un aporte anual proporcionalmente superior al de los demás partidos”.
El acuerdo crea todo tipo de burocracia nueva y a distintos niveles para administrar la paz y la transición y se apoya en nuevos programas asistencialistas estatales. Habrá una reforma rural que hace recordar a los modelos fracasados de los sesenta. Se creará un fondo de tierras que repartirá 3 millones de hectáreas de manera gratuita. Habrá además créditos y seguros subsidiados y subsidios directos. Estos funcionarán en zonas de reservas campesinas donde por ley está limitada la extensión de la tierra que cada familia puede tener, así como también está limitada su libre transferencia sin autorización del gobierno. Se harán gastos en viviendas, irrigación y otras inversiones de acuerdo a lugares afectados por el conflicto, pero no de acuerdo a su viabilidad económica. Con esto se busca un modelo que dinamice la economía rural y dé independencia al campesino, pero está destinado al fracaso como tantos ejemplos de la planificación central.
Es razonable buscar la paz y hacer concesiones en el camino si la contrapartida vale la pena. A quienes lean este acuerdo, sin embargo, les será difícil concluir que eso se ha logrado.
(*) Director del Centro para la Libertad y Prosperidad Global del Cato Institute (Washington, DC).