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He vivido experiencias riquísimas junto a él. Sin duda, hoy mucha gente hablará de él, de su música, de sus conciertos, de todo el aporte cultural que este hombre ha hecho al Paraguay. Incluso algunos harán panegíricos exaltando sus virtudes de religioso ejemplar. Y todo eso es cierto y muy emotivo. Pero lo que a mí me ha impresionado de él ha sido el humanismo que destilaba y traslucía en todos sus gestos y palabras.
Con el P. Viedma se nos marcha un hombre de una calidad excepcional. El éxito del Pa’i no estaba en que era un gran confesor o un gran predicador, que ciertamente era ambas cosas, sino en que era tan profundamente humano que se identificaba con todo lo bueno que había en los demás. No conozco persona que haya venido junto a él y se haya marchado decepcionada por no conseguir lo que deseaba.
El P. Viedma vivía el evangelio, no con la espiritualidad que aleja de los problemas reales de la vida, sino con una humanidad que lo hacía visible y trasparente a todos cuantos se acercaban a él. No había nada que más le molestase que la falta de humanidad y sensibilidad ante el dolor humano, especialmente ante el dolor y la soledad de los jóvenes. Y este humanismo se traducía en una dulzura y buen trato que eran unas de sus características esenciales.
Eran célebres sus palabras y gestos en los encuentros personales con los jóvenes. Es raro el alumno o alumna del Salesianito que no haya sentido y palpado la calidez de su palabra o el gesto de una cartita, breve pero densa, con ocasión de su cumpleaños. Mimaba los detalles porque sabía que son estas pequeñas cosas las que ganan el corazón. Su agenda de teléfonos, aparte de ser interminable, era todo un poema de anotaciones, letras y letrillas que dejan ver la delicadeza del Pa’i. Cuando organizaba un evento o un almuerzo pasaba y repasaba su lista porque no quería olvidarse de nadie.
Aún cuando en los últimos años tenía dolores intensos y sufría las contradicciones de verse privado del movimiento, nunca perdió la sonrisa de agradecimiento para los que le transportaban en su silla de ruedas. Por las mañanas, a las siete, después de decir la primera misa del Salesianito, el premio para su amigo el sacristán, el inolvidable D. Almeida, era compartir con él el desayuno como agradecimiento por su ayuda. Y los alumnos, los días en que no estaba el sacristán, se peleaban por llevarlo al comedor porque sabían que tenían garantizado algún dulce y, sobre todo, el privilegio de llegar un poco más tarde a la primera clase.
A mí personalmente, cuando llegaba tarde, que era la mayoría de las noches, me esperaba sentado, leyendo el diario, cosa que hacía indefectiblemente todos los días, y con una sonrisa enorme, cálida, me ponía al tanto no solo de los acontecimientos del país sino también del colegio. Mis últimos años, que no fueron nada fáciles, él sufrió conmigo, pero sobre todo me ayudó a no sentirme abatido por los acontecimientos porque siempre me recordaba que “cualquier circunstancia, por dura y penosa que sea, si se la integra y asume con responsabilidad, termina convirtiéndose en un motivo de liberación, de crecimiento y madurez personal”. ¡Cuántas veces me repetía esto! Y yo le decía: “Se nota, Pa’í, que has hecho tu carrera de sicología en la Católica”. Y se ponía a recordarme los nombres de los que fueron sus compañeros, siempre nombraba a nuestro querido y común amigo Rafael Peroni y a Hugo Valenzuela, y no paraba de reírse. ¡Ese era el P. Viedma!
Poca gente he encontrado que ame la vida con tanta intensidad. Y la expresión máxima de su amor a la vida era el compartir la mesa con sus amigos. Siempre me recordaba que Jesús asistía a fiestas y banquetes y que el mismo Jesús comparaba el Reino de los cielos a un banquete y hasta la misma eucaristía debía ser un banquete un poco más alegre de lo que la hacemos en ocasiones. Eran célebres sus fiestas, la de su último cumpleaños me dijo él mismo que fue maravillosa, porque a ellas acudían gentes de todos los colores. Pero sobre todo era emocionante ver a los jóvenes cómo le rodeaban y le escuchaban con su voz un poco ya entrecortada en los últimos tiempos. Disfrutaba viendo a todos sus amigos compartir vinos de todas las clases que le traían. El precio de la asistencia era una botella de vino y si llegaba un “Cardenal Mendoza” o un “Carlos I” la fiesta era completa. Yo creo que si algún día se llega a etiquetar un coñac paraguayo, este coñac se debería llamar “Pa’i Viedma” por la manera como él lo saboreaba y degustaba.
Así era nuestro querido P. Viedma, al que nunca vamos a olvidar. Nos deja una estela de amor, entrega y generosidad que son la expresión más patente de que su vida ha merecido la pena. Mucha gente hoy llorará en su despedida, pero debemos dar gracias a Dios porque hay hombres como el P. Viedma que, como Jesús, a través de su humanismo nos dejan descubrir la presencia del Padre en nuestro mundo. Hoy, como nunca, debe sonar “La Banda Pa’i Pérez” para recordarnos que hubo un hombre llamado Pedro, al que conocimos y con el que convivimos, que sembró en nuestras vidas la alegría, la ilusión, la esperanza y que, como Jesús, “pasó haciendo el bien”.