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En estos días de reflexión, me parece obligado que los que indagamos sobre un suceso y recogimos lo que prácticamente debiera ser tomado como un dogma de fe, transmitamos a la colectividad cristiana toda la información que hemos recogido de fuentes fidedignas y respetadas.
Un santo de la Iglesia, San Juan Damasceno, que además fue escritor famoso sobre temas religiosos investigó en documentos de hace más de 20 siglos, este episodio tan importante para quienes efectuamos algunos estudios sobre aspectos de nuestra religión y sobre la dación de amor que predicaron los primeros personajes de nuestra creencia que siempre predicaron como precepto importante, el amor como cifra de alto valor espiritual.
El mencionado San Juan Damasceno dejó claramente sentada la convicción del modo como Nuestra Señora, La Virgen, concebida Inmaculada, sin mancha del pecado original, no abandonó este mundo por efecto de ninguna enfermedad. La analizada condición de “Inmaculada” le favoreció como para que no abandonara este mundo por el castigo de alguna enfermedad, fenómeno fisiológico establecido para castigar a nuestros primeros padres y luego a sus descendientes en ocasión del desacato, primer delito cometido por nuestros padres, al desobedecer al Señor y comer el fruto prohibido.
Tampoco la Virgen fue víctima de la ancianidad ya que a ella no le llegaba el castigo del pecado y no murió de envejecimiento o por debilidad. Los estudiosos han establecido que ella murió de amor. “Era tanto el deseo de irse al cielo y reunirse con su Hijo, que este amor maternal la hizo morir”.
San Juan Damasceno estableció que la Madre de Dios abandonó este mundo aproximadamente unos 14 años después de la Pasión Dolorosa de la crucifixión de su Hijo, después de haber dispensado todas las enseñanzas de la Buena Noticia que predicara el Cristo. Luego de la cruenta Muerte de Cruz sufrida por Jesús, su Madre había empleado todo su tiempo dedicándose a enseñar la religión del Salvador a pequeños y grandes ayudando en este tiempo a tantos tristes, acongojados a enfermos y moribundos.
Después de este lapso, su condición divina antes que humana, le hizo advertir de la proximidad de su paso de este mundo a la eternidad. Ante el sentir de este próximo acontecimiento la Virgen María, receptora permanente del cariño y afecto de los apóstoles, como la más bondadosa de las madres, transmitió a los discípulos, receptáculo humano de sus sentimientos, la proximidad de su reencuentro con su hijo muy amado, a quienes prácticamente convocó a acercarse a ella para una despedida y para recibir de ella sus últimos consejos y la bendición de sus santas manos generosas.
Los apóstoles difundieron la noticia y todos los creyentes fueron llegando para la despedida derramando copiosas lágrimas y de rodillas besaron esas manos santas que tantas veces sirvieron para orientar su vida y no solo lloraban ante el inminente viaje sino también por la emoción próxima ante la última bendición que se sumaba a la que habían recibido tantas veces. Todos los visitantes fueron objeto de la dispensa, por la madre de innúmeras palabras de consuelo y esperanza.
Poco a poco fue silenciando sus cariñosas palabras hasta que, como quien se duerme en el más plácido sueño, ella fue cerrando santamente sus ojos y su alma, mil veces bendita, partió para la eternidad según la descripción de San Juan Damasceno.
La noticia se propagó por toda la ciudad y alrededores y nuestro santo asegura que no hubo un cristiano que no viniera a llorar junto al cadáver de quien recibía las dolorosas palabras de despedida; todos sentían el dolor del alejamiento de quien fuera su propia madre.
Su entierro, según nuestro santo, más parecía una procesión de Pascua que la exhumación de los muertos comunes. Todos cantaban el aleluya con la más firme esperanza que adquirían juntamente con el traslado de una protectora poderosa en el cielo cuya intercesión para cada uno de los discípulos de Jesús estaba así asegurada.
Cuando marchaban hacia el campo santo el aire se llenó de suavísimos aromas y todos sentían armonías de músicas muy suaves.
Infelizmente, uno de los apóstoles, Santo Tomás, no había podido llegar a tiempo y cuando arribó todos los fieles ya estaban de regreso de sepultar a la Santísima Madre. Tomás se dirigió entonces con desconsuelo a Pedro a quien le expresó: “no me puedes negar el gran favor de ir a la tumba de mi madre amabilísima y darle un beso a esas manos santas que tantas veces me bendijeron…”.
En verdad el pedido era innegable, y aquel que durante muchos años recorrió el territorio, pegado a Jesús lo condujo hacia el Santo Sepulcro y en la medida que se acercaban a él empezaban a sentir de nuevo suavísimos aromas en el ambiente y armoniosas músicas en el aire. Abrieron el sepulcro y en lugar del cuerpo yacente de la Virgen solo encontraron una inmensa cantidad de flores muy hermosas y perfumadas.
Jesús, que tantas veces había devuelto a la vida a los cuerpos inertes de sus seguidores y parientes de ellos, conocedor divino del inmenso amor maternal, no vaciló en proveer la resurrección de su madre a la que con todo su inmenso cariño elevó consigo al cielo.
Las investigaciones de San Juan fueron repetidas por otros devotos que corroboran sus palabras y convierten el suceso en un verdadero dogma que los devotos de los corazones de Jesús y María Santísima no debemos de soslayar a la hora de nuestras oraciones y convertir esta explicación en un motivo de alabanza y amor de quienes, en su momento lo habían dado todo para lograr nuestra salvación.