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Con frecuencia, he insistido en que nuestro país parece hecho nada más que por los militares. Tenemos calles con nombres de mariscales, generales, coroneles, tenientes, capitanes, sargentos, cabos, reclutas, “chavolái”...; lo que se quiera. Ni qué hablar con los nombres de batallas, regimientos, destacamentos, guarniciones, fortines, etcétera. Parecería que somos una nación guerrera y victoriosa, cuando a lo largo de toda nuestra historia hemos ganado nada más que una guerra.
En contrapartida, tenemos muchas batallas ganadas a la ignorancia, batallas en favor de la cultura, con muchos héroes civiles que han contribuido a lo que hoy somos y que le han dado cierto lustre a nuestro país ante la mala fama que nos han dado los políticos corruptos y los delincuentes internacionales que han buscado refugio aquí, amparados por los gobernantes de turno, incluidos los genocidas Josep Mengele o Roschmann.
Personalmente, tardé bastante tiempo en enterarme de quién fue Félix de Azara, y no porque alguien me lo haya explicado, sino debido a mi curiosidad. Estaba en Buenos Aires revolviendo libros en una librería, cuando me encontré con una colección estupenda, idea genial de los argentinos de volver a editar libros fundamentales de nuestra historia remota, imposibles ya de conseguir. Las ediciones de El Elefante Blanco. Allí estaba, en dos tomos, “Viajes por la América Meridional”, de Azara. Después de muchos años, me encontré con una edición paraguaya de hojas amarillentas, llenas de polvo y con olor a tela de araña. ¿Cómo es posible que en el colegio me hayan enseñado y obligado a saber de memoria los actos heroicos del sargento fulano de tal, y ni una palabra sobre este hombre extraordinario?
¿Sabe alguien quién fue Aimé Bompland? En la Luna hay un volcán que lleva su nombre, en memoria de sus trabajos científicos. Aquí, en Paraguay, casi es un ilustre desconocido. Digo casi, porque hace unos años la casa en que vivía en Santa María de Fe, donde pasó los largos años de su injusto secuestro, se ha convertido en un museo, a iniciativa de la Embajada de Francia. Hace unos años, en la ciudad no había ni una placa que lo recuerde, a pesar de haberse entregado completamente a ayudar, desinteresadamente, a los campesinos pobres de la zona.
Y de Boggiani hay mucho que decir, y no voy a hacerle la competencia al novelista francés. Solo recordar que, en una aventura novelesca, el ciudadano checo Alberto Fric colaboró con la búsqueda de los restos de Boggiani, y su familia italiana, en agradecimiento, le regaló una rica colección de fotografías que se encuentra actualmente en Praga. Un descendiente de aquel, Pavel Fric, años atrás, las mostró aquí en Asunción. Una verdadera maravilla por su valor etnológico y, sobre todo, por su valor estético. Ellas volvieron a Praga, pues no existe una institución que asegure su conservación.
Lastimosamente, ninguno de estos hombres extraordinarios vistió uniforme militar; por lo tanto, no vale la pena recordarlos, a pesar del aporte valiosísimo que hicieron a la cultura de nuestro país. No olvidemos que “cultura” es una palabra que hace tiempo fue borrada de nuestros diccionarios.