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Hay situaciones que no podemos abordar por falta de recursos económicos, este no es el caso. Está en juego demostrar que tenemos capacidad y que podemos escapar de la corrupción.
Tenemos la imperiosa necesidad de contar al menos con un sistema de transporte para esta enorme babel a la que llamamos elegantemente “Área Metropolitana”. Muchos estamos cansados de escuchar, en un país de pobreza y desigualdades, los hermosos vaticinios y posteriores confirmaciones del llamado “crecimiento económico”, ¿Dónde deberíamos ver lo lindo de esto? En un país con servicios básicos de calidad, algo que no ocurre. El transporte público y la dificultad de trasladarse por nuestras ciudades no son reflejo de ese crecimiento, que por lo visto solo sirve para un porcentaje poblacional, que seguro bien merecido lo tiene, pero el ciudadano que gana el salario mínimo y que pierde dos o tres horas diarias para llegar al trabajo o para regresar a casa, está absolutamente excluido de los beneficios que debería tener vivir en un país con números económicos alentadores, números que se construyen con el aporte de estas personas, sus trabajos y sus impuestos.
El sistema de transporte público que tenemos no es más que un vetusto sistema de concesión de itinerarios, no hay nada más. No hay paradas, no hay frecuencias fijas, pensar en horarios puntuales es una broma, no tememos siquiera implementado el sistema de billetaje electrónico.
Para peor siquiera tenemos trenes, de aquel sistema que alguna vez se sintió orgullo solo quedan vías y estaciones abandonas. Lo mismo pasó con el tranvía, apenas recuerdos melancólicos de ese transporte que era eléctrico, cuando una pequeña central abastecía de energía al Paraguay. Hoy que sacamos pecho con dos hidroeléctricas que podrían sacudir a todo el país, no tenemos nada movido a electricidad. Es un contrasentido. Toda un área rodeada de cauces hídricos tampoco supo encontrar en las aguas vías para desarrollar transportes de personas.
Por estos antecedentes había una lógica expectativa en el Metrobús, pero hasta ahora ha sido un doloroso fracaso que expone una sensación de ineficacia nacional que en verdad no existe, ya que sobradas muestras tenemos, sobre todo en el sector privado, de que sí podemos hacer bien las cosas, pero para ello tenemos que superar un mal cultural e impune: la corrupción. Nuestra primera reacción contra ella es la de indignarnos con la vida que llevan los corruptos, con los lujos y privilegios que ostentan, pero eso no es lo realmente importante, de eso debería ocuparse la Justicia. El drama de la corrupción es que nos priva de poder tener un país que asegure un buen nivel de vida básico para todos, de poder ser, como dice la Constitución Nacional: un estado social de derecho.
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