Tolerar la intolerancia

Todo Occidente se debate en el difícil equilibrio entre hacer frente a la crisis humanitaria de la migración masiva de personas, mayoritariamente de religión mahometana, desde Oriente Medio y África, y la necesidad de poner freno a la bárbara oleada de terrorismo que, en nombre de una supuesta “guerra santa”, ha puesto en marcha el radicalismo islamita.

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Vale la pena remarcar que, aunque la tendencia al provincianismo nos haga olvidarlo con harta frecuencia, la expresión “todo occidente” incluye al Paraguay, porque política, económica, cultural y socialmente nuestro país forma parte de la tradición occidental forjada en el Renacimiento, La Ilustración y la Revolución Francesa. Si Occidente fracasa, no fracasan solo Europa o los Estados Unidos, nosotros también fracasamos.

Quizás el mayor desafío de este dilema no sea el salvajismo terrorista, por muy criminal y aterrador que resulte, sino el hecho de que un alto porcentaje de quienes huyen de sus países, gobernados, empobrecidos y arrasados por el fundamentalismo, contra toda lógica, pretenden instalar en los países que los reciben las mismas reglas de juego que destruyeron sus naciones de origen y los obligaron a pedir refugio.

El respeto por las otras culturas, que es en mi opinión uno de los grandes valores de occidente, ha tomado en las últimas décadas un sesgo totalmente equivocado, que ha llevado a considerar casi una obligación tolerar de forma estúpida e infantil la intolerancia.

Ejemplos sobran. Con su habitual ingenio, Gustavo Laterza reunió, en su columna del pasado domingo, por un lado algunos de los más aterradores, como los miles de penas de muerte, ejecuciones sumarias y hasta lapidaciones por motivos baladíes o la justificación de masacres infames en nombre de Dios y, por otra parte, una selección de los más disparatados y ridículos.

Hablando de ejemplos disparatados, no se puede pasar por alto los protagonizados por el presidente iraní, Hassan Ruhani, en su visita a Italia, como la exigencia de no servir vino en las comidas o tapar las obras de arte “pecaminosas” para visitar un museo que, aunque parezca mentira, incluía tapar los genitales de las esculturas de caballos. Al gobernante iraní no se le ocurrió, por lo visto, pedir que se cerraran las iglesias durante su estadía en Europa. Quizás la próxima vez.

Lo más disparatado es que varios gobiernos europeos hayan cedido, en nombre de la tolerancia, a tan intolerantes exigencias. Así no se demuestra tolerancia sino que se promueve la intolerancia. Así, con esa actitud complaciente, se generan situaciones descabelladas, como que cuando un grupo de jóvenes refugiados musulmanes acosaron a mujeres, la policía alemana no se atreviera a aplicar la ley y defender a las víctimas, en nombre del respeto a la cultura de los victimarios.

Ángela Merkel hizo lo correcto ante una crisis humanitaria, pero esos y otros incidentes similares están minando su prestigio y fortaleciendo en cambio la posición de los gobiernos que cerraron sus fronteras a los refugiados.

La lucha contra el terrorismo fundamentalista es solo uno de los campos de batalla contra la intolerancia y posiblemente no sea el más importante. La actitud complaciente ante la pretensión de imponer la intolerancia claudica, renuncia a la defensa de nuestros grandes valores, entre ellos la tolerancia y el respeto a la diversidad de ideas y creencias; en consecuencia, fortalece al terrorismo.

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