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Cualquier persona que la ha perdido o que tenga un familiar querido postrado en un lecho, supongo que comprenderá mis palabras en su real dimensión.
Teniendo el cuerpo sano podemos trabajar en lo que nos corresponde y ganarnos el pan de cada día honradamente.
Una vez que la enfermedad se instala en nuestro organismo, aún las más pequeñas tareas significan un permanente desafío para nuestra mente y para nuestros movimientos.
Y cuán fácilmente olvidamos que estamos sanos y nos quejamos por nimiedades, por nada.
A veces sospecho que la naturaleza del ser humano quejumbroso está compuesta por una extraña mezcla de vacío y de suspiros inútiles.
Otro bien de sumo valor es, sin lugar a dudas, la libertad. Quien la perdió por la razón que sea la debe de estar buscando con ansiedad.
Y quien aún no la conoce enteramente, por alguna causa determinada, aprenderá con el tiempo a tenerla como una excelente amiga y compañera.
Me refiero, desde luego, a la libertad responsable, para usarla hasta donde termina nuestro derecho y donde comienza el derecho del prójimo, pues es de personas educadas saber medir nuestros actos.
A propósito de la libertad, qué hermosa postal aérea suelen ofrecernos las avecillas mientras se dirigen, cuando amanece o cuando cae la tarde, trinando alegremente, hacia su destino.
Algunas personas de mucha edad, que pasan sus días y sus noches en una habitación, sin posibilidades ya de caminar sin ayuda, con cuántas ganas aguardan, sentadas tal vez sobre un viejo sillón de mimbre, que vengan la vecina solidaria, la amiga de buen corazón o la dama de compañía, que las llevarán a pasear por la vereda.
Ese breve paseo matutino o vespertino, el simple hecho de ver la calle, los árboles, las casas, los niños, el quinielero de la esquina, de saludar a las personas conocidas, de escuchar otras voces, significa tanto para sus sentidos.
Un sentimiento de liberación llena su ánimo.
Cómo no agradecer al despertar la libertad que tenemos, entonces.
Y sin embargo, son tantas las gentes que la malgastan, que no la utilizan para buenos fines, que la confunden con libertinaje. En fin, ¿para qué intentar siquiera entenderlas?
La familia es la base de la sociedad civilizada. Eso se sabe desde siempre aunque en los últimos tiempos suele ser tema de discusión.
Una familia, aún con los problemas o las discusiones que van surgiendo cuando dos o más de sus integrantes no se ponen de acuerdo sobre un asunto determinado, nos da un sentimiento de seguridad.
Después de dejar la calle donde se vuelven ya casi parte de la cotidianidad los actos de violencia, los asaltos a mano armada, uno llega al lugar donde vive y se refugia inmediatamente en el cariño de la familia.
Es tan reconfortante para el alma estar de vuelta en la casa. No importa que el techo sea precario, que las paredes no sean sólidas y que no reúna las comodidades necesarias.
Todo vale finalmente: una simple silla, una mesa rústica, un lecho que se va volviendo viejo.
Libre de las presiones uno silba, canta, ríe, dice lo que le viene en ganas estando ya en el hogar.
delfina@abc.com.py